Las últimas semanas nos atravesaron como pocas. La muerte del papa Francisco, tan cercano a nosotros por origen y por estilo, nos dejó una mezcla de tristeza, gratitud y conciencia de estar viviendo un momento histórico. A eso se sumó la elección de León XIV, un nuevo Papa que ya no es “el Papa argentino”, pero que llega con sus propias señales, preguntas y esperanzas.
En esta secuencia vertiginosa de emociones y noticias, lo vivido no fue solo una sucesión de hechos, sino una experiencia colectiva cargada de símbolos, expectativas y sentido.
En medio de estas noticias, el mundo entero —y especialmente la Argentina— ha vivido este tránsito con una intensidad amplificada por las redes sociales y la hipercomunicación. Hemos visto coberturas responsables y sentidas, pero también especulaciones, ansiedades y hasta peleas sin sentido. La Iglesia, sin embargo, no se mueve al ritmo del escándalo ni de las comparaciones rápidas: se mueve con tiempos de contemplación, con procesos que invitan a pensar más allá del “titular”.
En ese sentido, vale la pena mirar no solo los hechos, sino también lo que revelan de nosotros mismos como comunidad creyente y como sociedad.
Lo más importante de todo esto no es solo quién ha partido o quién ha sido elegido, sino qué valores salen a la luz en este momento de cambio. Francisco nos deja una herencia que no puede olvidarse: su insistencia en una Iglesia que se parezca más a un hospital de campaña que a una oficina de control, su opción por los pobres, su ternura con los heridos de la vida, su valentía para hablar de paz en tiempos de guerra. Una voz que no fue neutral, sino profundamente evangélica.
Y en ese legado hay un llamado que ahora es para nosotros. ¿Qué hacemos con lo aprendido? ¿Cómo seguimos? Como argentinos, este tiempo puede ayudarnos a redescubrir valores que necesitamos con urgencia: el cuidado mutuo, la escucha profunda, el respeto en la diferencia, la capacidad de abrazar la fragilidad del otro sin necesidad de imponer nuestras propias certezas. Francisco nos mostró que hay grandeza en lo pequeño, que la dignidad no tiene pasaporte, que no se puede construir un futuro dejando afuera a los descartados del sistema.
Ese mismo llamado atraviesa también al nuevo pontificado, que se inicia con la mirada del mundo puesta en lo que viene.
Por eso, uno de los desafíos más grandes que León XIV hereda es mantener en el centro de la Iglesia a quienes muchas veces quedan en los márgenes del mundo: los migrantes, los refugiados, las víctimas de la guerra, los empobrecidos de todas las geografías.
No como “temas” sino como rostros concretos que definen la dirección del Evangelio. La Iglesia será fiel a su misión si se arrodilla ante sus heridas y se deja interpelar por sus historias.
Muchos se preguntan si este nuevo Papa será “como Francisco”. La comparación es inevitable, pero quizá no tan útil. En palabras de la teóloga Emilse Cuda conviene más bien afinar la mirada y abrir el corazón a lo que viene: “Creo que no va a ser igual al papa Francisco, va a ser distinto. Distinto, no diferente. Y eso va a garantizar consolidar procesos iniciados, pero al mismo tiempo enfrentar otras realidades. Es una generación diferente, maneja otro tipo de tecnología, por ejemplo, y tiene otra visión de mundo simplemente por ser más joven (tiene 69 años) y por haber vivido en varias partes del mundo y en las dos Américas”.
Monseñor Marcelo Colombo, presidente del Episcopado Argentino, destacó que León XIV es la manera de “profundizar una huella, con características propias”, y subrayó que el nuevo pontífice es “una figura muy comprometida en el camino sinodal que propuso Francisco, un hombre que participó con el Papa en este nuevo estilo de conducir la Iglesia basado en la escucha de los pueblos y en la animación pastoral de la realidad según las prioridades de Jesús.”
Así como Francisco imprimió un estilo pastoral concreto desde el inicio, León XIV parece también tener una sensibilidad particular que vale la pena observar desde sus primeras decisiones.
Si nos situamos en el mundo de la comunicación, León XIV no solo conoce las redes sociales: ha crecido y actuado en un mundo donde la inteligencia artificial ya está transformando radicalmente las formas de comunicar, de pensar y de vivir. El nuevo Papa ya no llega a descubrir una revolución tecnológica: vive en ella. Y sabe que el desafío no es solo “estar en las redes”, sino comprender qué significa ser Iglesia en una época donde los algoritmos modelan percepciones, emociones y decisiones. La pregunta ya no es cómo anunciar el Evangelio, sino cómo hacerlo en medio de sistemas que tienden a automatizar la palabra, fragmentar la escucha y acelerar el olvido.
Este tiempo no es solo eclesial. También es profundamente humano. Nos toca porque despierta algo que va más allá de la fe: la necesidad de referentes, de caminos compartidos, de sentido. La partida de Francisco nos conmovió porque supo hablarnos al corazón. Y la llegada de León XIV nos invita a mirar hacia adelante con atención y con esperanza. No se trata de comparar, sino de seguir andando.
Si vivimos este momento con hondura, sin apuros ni prejuicios, puede ser una oportunidad para recuperar algo que muchas veces se pierde entre tanto ruido: la esperanza. Esa que no hace ruido, pero sostiene. La que Francisco sembró, y que ahora León XIV está llamado a seguir haciendo crecer —con su voz, su mirada, su tiempo.
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