
La reciente escalada entre India y Pakistán se detuvo, al menos por ahora, gracias a una mediación de Estados Unidos a petición de Pakistán. Sin embargo, el alto al fuego alcanzado no fue gratuito. Una de las condiciones de India fue clara: Islamabad deberá controlar a los actores no estatales en su territorio, especialmente los grupos terroristas, o será considerado responsable de cualquier ataque futuro. En otras palabras, si un nuevo atentado sacude India, el gobierno de Narendra Modi no se limitará a perseguir células aisladas, sino que responderá directamente contra Pakistán.
Este acuerdo, frágil y forzado, es apenas un nuevo capítulo en un conflicto de larga data entre dos potencias nucleares con visiones del mundo profundamente distintas. Desde la partición de 1947, el vínculo indo-paquistaní ha estado signado por guerras, atentados y mutua desconfianza. Pero lo verdaderamente preocupante es que, en este contexto, la posibilidad de una escalada nuclear sigue siendo una amenaza latente. Pakistán, un país con un arsenal nuclear, inestabilidad interna y una cúpula militar fuertemente influenciada por el islamismo radical, es un claro ejemplo de los peligros de la proliferación nuclear en regímenes con estructuras estatales frágiles y doctrinas religiosas vinculadas a sus estrategias de seguridad.
Hoy, el mundo observa con creciente preocupación la frontera entre India y Pakistán, donde los intercambios de artillería han escalado a niveles alarmantes. Lo que podría parecer, para algunos observadores superficiales, una más de las tantas escaramuzas en la región de Cachemira, en realidad encierra una advertencia mayor.
El caso de Pakistán es un ejemplo claro de los peligros de la proliferación nuclear en regímenes con estructuras estatales frágiles y doctrinas religiosas vinculadas a estrategias de seguridad. Pakistán no es una democracia liberal, sino una república islámica donde el ejército ha gobernado durante décadas, y donde sectores de seguridad están vinculados a grupos extremistas como los talibanes o Lashkar-e-Taiba. Que este país posea armas nucleares ya es un riesgo geopolítico, pero lo más alarmante es que este modelo podría replicarse en Irán.
Irán no solo es una teocracia que financia milicias armadas y niega el derecho a existir de Israel, sino que posee una sofisticada red de desinformación y operaciones encubiertas. El régimen iraní no busca disuadir agresiones externas, sino alterar el equilibrio regional mediante presión militar, guerra híbrida y la exportación de su modelo ideológico. Si Irán logra desarrollar armas nucleares, no lo hará como una herramienta de disuasión pasiva, sino como un medio para proyectar poder desde una impunidad estratégica.
Los defensores del acuerdo nuclear con Irán, especialmente en Europa, insisten en la necesidad de mantener el diálogo. Si bien la diplomacia ha evitado guerras en el pasado, también es cierto que, sin un respaldo económico, tecnológico o militar real, se convierte en un ejercicio moral sin base. Las apuestas a la moderación de regímenes autoritarios como el iraní tienden a ser fallidas, tal como ocurrió con el apaciguamiento hacia Hitler en la década de 1930.
Algunos afirman que un Irán nuclear se comportaría como cualquier otra potencia con disuasión: racional, cuidadoso y predecible. Esta suposición es peligrosa e ignorante del carácter ideológico del régimen iraní. No estamos ante una república laica con instituciones pluralistas, sino ante una teocracia gobernada por clérigos que combinan cálculos geopolíticos con una visión apocalíptica del mundo. Permitirles acceder a la bomba sería como darle un fósforo a un pirómano que cree que el fuego purifica.
La política internacional está marcada por decisiones cuyos errores tienen consecuencias fatales. El caso de Pakistán muestra cómo la combinación de nacionalismo, religión y tecnología nuclear puede derivar en crisis impredecibles. Pakistán no es una anomalía, sino un ejemplo de lo que podría pasar si Irán consigue lo que busca. Imaginemos a Pakistán aplicando su política hacia India en todo el Medio Oriente, desde los Altos del Golán hasta el Estrecho de Ormuz.
¿Y qué hace Occidente ante esto? En lugar de reforzar las líneas rojas, debilita los umbrales. En lugar de aislar a Teherán, lo normaliza y negocia con él. Mientras Irán avanza en el enriquecimiento de uranio y perfecciona misiles balísticos, las cancillerías europeas emiten comunicados. Mientras sus aliados como Hezbollah y los hutíes atacan, se pide “contención”. Occidente juega con fuego bajo el pretexto de un pacifismo que se asemeja más a la resignación que a una política exterior coherente.
No se trata de intervencionismo irresponsable, sino de reconocer que, a veces, la inacción es también una decisión política. Cuando Israel bombardeó el reactor nuclear de Osirak en 1981, fue condenado internacionalmente. Sin embargo, años después, muchos de los mismos críticos admitieron que esa acción evitó una catástrofe regional. La historia se repite, y la pregunta es si estamos aprendiendo de los errores del pasado o repitiendo los mismos fallos, esperando resultados distintos.
La tentación de creer que todo conflicto puede resolverse con diálogo es comprensible, pero también peligrosa. Hay momentos en que la realidad exige que asumamos que no todos los actores internacionales juegan con las mismas reglas. Irán es uno de ellos. Algunos sostienen que actuar preventivamente es abrir la caja de Pandora, que es “provocar” un conflicto. Sin embargo, como se ha demostrado varias veces, las guerras más devastadoras fueron aquellas que no se evitaron por miedo a provocar. La Segunda Guerra Mundial no estalló por exceso de firmeza, sino por falta de ella.
Hoy, en el caso de Irán, estamos en ese punto de inflexión. El precedente de Pakistán debe servir como advertencia, no como modelo. Occidente debe decidir: seguir apostando a diplomacias de gestos simbólicos y acuerdos frágiles, o asumir que evitar un conflicto hoy puede garantizar uno peor mañana. A veces, un ataque quirúrgico previene una guerra nuclear. La proliferación nuclear no es solo una carrera armamentista, sino una degradación moral. Cada vez que un régimen despótico accede a armas nucleares, el mundo retrocede un paso en su capacidad de exigir justicia, proteger a los vulnerables e impedir genocidios. Y cada vez que Occidente se inhibe de actuar por miedo a “provocar”, el extremismo avanza.
Pakistán es un problema. Irán sería una tragedia. Y si eso ocurre, no será porque nadie lo advirtió. Será porque, una vez más, nos convencimos de que la paz se logra cerrando los ojos.
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