Reflexión sobre Iom Hashoá o la Conmemoración del Holocausto

Quizás por eso no necesito de un día. Ni de una vela. Ni de una plegaria para recordar la Shoá, porque la sigo muriendo todos los días

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Marcha por la Vida 2025: 80° aniversario de la liberación de Auschwitz

Son días de recogimiento y rememoración en el calendario judío moderno, es decir, el que se fue configurando después de Auschwitz, de los Sonderkommando, las Marchas de la Muerte, los Niños de Menguele y todo lo que sabemos al respecto. Y lo que jamás sabremos: el olor a azufre y carne chamuscada, la piel mustia pegándose al estómago magro, el hedor de los cuerpos agolpados en los vagones que atraviesan la noche, dios cayendo fusilado en una fosa común.

A decir verdad, nunca señalé Día de la Conmemoración del Holocausto o –en hebreo— Iom Hashoá de un modo particular. Mejor dicho, nunca me fue menester un día particular para recordarlo: las tardes sosegadas, a esa hora en la que los cuerpos languidecen y los pensamientos se van apagando, el aire reposado me trae siempre una reminiscencia de la vocecita mansa de mi abuela que aprendió a hablar en susurros, como un gorrión amputado, oculta en el sótano de unos vecinos cristianos hoy reconocidos como Justos entre las Naciones. Otras veces las noches convulsas, cuando el sueño artero se empeña en eludir mis ojos achacosos, me parece aun hoy oír los gritos ahogados de mi abuelo durante sus siestas equívocas, siempre interrumpidas por el fulgor de un recuerdo pavoroso. Yo no entendía ni una palabra de su ídish trémulo, la lengua de su tormento, de su pasión. “Mejor así”, me dijo mi madre un día, mientras él se debatía en el lecho entre balbuceos ininteligibles.

Desde Jung en adelante encumbrados investigadores del psiquismo humano se dedican a indagar en los profundos e insondables orígenes del trauma transgeneracional, de la memoria residual de viejos y escabrosos temores (¿espantos?) que heredamos los hijos y los nietos de sobrevivientes de masacres. Heme aquí, doctos catedráticos: ¡Yo soy su objeto de estudio, su conejillo de indias! El hombre que se aterroriza cuando observa un alambre de púa, hoy muy de moda en las verjas tapiadas aunque elegantes de Belgrano y otros barrios acendrados; el hombre que busca un refugio cuando siente el fragor de un avión que corta el cielo con su vuelo contra natura; quien mide constantemente, en cada gesto de la vida cotidiana, su insidiosa cobardía contra el arrojo de su abuelo partisano. No hay dudas, pienso y llego siempre a la misma conclusión, yo no hubiera sobrevivido.

O quizás sí. Quién sabe. Quizás me hubiese incorporado a las filas insurgentes de Mordejai Anielewicz en el gueto de Varsovia: habría lanzado bombas molotov torpemente emplazadas con los retazos de mis manos enjutas, caído bajo los escombros de un edificio embestido por una explosión. O habría ocultado vestigios de la vida en el gueto junto a mi amigo Emanuel Ringelblum bajo la tierra húmeda, alimentada por la sangre reseca de mis hermanos: una foto en esta caja metálica, el rizo de mi hija en esta botella de leche ya por siempre vacía, quizás algún día exhumada junto a mis huesos. O simplemente habría vendido mis zapatos maltrechos, calcinados por la cal y la nieve, a cambio de una papa vieja, rancia, sólo para evocar el viejo aroma de mi terruño y morir abrigado por su hedor pútrido a paraíso perdido.

No, de seguro no hubiera sobrevivido. Pero habría existido en las alucinaciones oníricas de mi abuelo, en sus siestas truncas; en la cantinela melancólica, preñada de silencio, de mi abuela. Quizás por eso no necesito de un día. Ni de una vela. Ni de una plegaria para recordar la Shoá: porque la sigo muriendo todos los días.

Basta que alguien me piense para ser un recuerdo”, escribió mi yo ilusorio muerto de inanición el gueto. O acaso fue un poeta cuyo nombre ya he olvidado. O fuimos los dos. O el mismo.