
El 21 de abril de 2025, un grupo armado asesinó brutalmente a veinte turistas indios —incluidas mujeres y menores— en una zona montañosa de la región de Cachemira. El ataque fue reivindicado por The Resistance Front (TRF), un grupo insurgente que se nutre de las tensiones históricas y las profundas divisiones que han marcado a la región desde la partición de India y Pakistán en 1947. Aunque el TRF se presenta como una resistencia nacionalista, las autoridades indias lo vinculan directamente con los grupos yihadistas pakistaníes, como Lashkar-e-Taiba, conocidos por su implicación en actos de terrorismo transfronterizos.
El conflicto en Cachemira no es simplemente una disputa territorial, sino un complejo entrelazado de factores religiosos, políticos y estratégicos. Desde su creación, esta región ha sido un símbolo de la fractura entre India y Pakistán, que han librado tres guerras por el control de la zona. Hoy, Cachemira sigue siendo una tierra fragmentada entre tres potencias nucleares: India, Pakistán y China, cada una con sus propios intereses geopolíticos que complican aún más el panorama.
El trasfondo religioso añade complejidad al conflicto. Desde los años 80, Pakistán ha vivido un proceso de islamización progresiva, alentado por el régimen de Zia-ul-Haq, el financiamiento saudita y la expansión de madrasas. En este contexto, grupos como Lashkar-e-Taiba no solo encontraron refugio, sino también legitimidad social y apoyo estatal indirecto, especialmente por parte del Inter-Services Intelligence (ISI), acusado de instrumentalizar el terrorismo como política exterior encubierta. Cachemira fue transformada así en causa religiosa y herramienta estratégica. La figura del islamismo radical se fusionó con los intereses geopolíticos de Pakistán, cuyo objetivo siempre fue debilitar a India a través de un conflicto prolongado que, en parte, dependía de la guerra asimétrica.
India, bajo el liderazgo nacionalista de Narendra Modi, no ha sido ajena a la radicalización. La revocación del estatus especial de Jammu y Cachemira en 2019 —una medida que eliminó su autonomía constitucional— fue interpretada por muchos como un acto de integración forzada. Este cambio fue respaldado por una retórica nacionalista que, lejos de apaciguar, intensificó las tensiones. Desde entonces, las políticas de centralización y homogeneización cultural promovidas por el gobierno indio han alimentado el descontento de la población musulmana local. La medida no solo ignoró el carácter multiétnico y pluricultural de la región, sino que profundizó la percepción de que los musulmanes de Cachemira eran marginados por una agenda nacionalista hindú. La tensión identitaria, combinada con una narrativa de victimización histórica, ha sido explotada por los grupos insurgentes, que encuentran en ella combustible para reclutar y radicalizar a los jóvenes de la región. Estos grupos, aunque tienen diferentes raíces ideológicas, comparten un objetivo común: la independencia de Cachemira o su anexión a Pakistán. La radicalización ha aumentado bajo la presión de un conflicto interminable, en el que cada nuevo ataque refuerza el ciclo de violencia y represalia.
Los últimos días muestran hasta qué punto el conflicto puede escalar. Pakistán suspendió el comercio bilateral, incluso aquel que se realizaba a través de terceros países. Islamabad advirtió que cualquier intento indio de desviar el agua del río Indo será considerado un acto de guerra. En las calles, multitudes rodearon la embajada india, mientras los medios pakistaníes especulan sobre posibles atentados planeados por India en Karachi o Lahore. El clima recuerda peligrosamente a 2001 o 2019, cuando ataques terroristas estuvieron a punto de detonar un conflicto abierto entre ambos países.
El escenario internacional complica aún más el tablero. China, que ha reforzado su alianza con Islamabad a través del Corredor Económico China-Pakistán (CPEC), mantiene una presencia creciente en territorios disputados y una postura ambigua. Su silencio, lejos de ser neutralidad, es parte de una estrategia más amplia para expandir su influencia en Asia meridional, debilitando a India y, por extensión, al bloque occidental.
Estados Unidos, bajo la segunda presidencia de Donald Trump, ha reforzado su alineamiento con Nueva Delhi. La Casa Blanca condenó el atentado y llamó a la moderación, pero su posición estratégica es clara: India es un pilar en su política de contención frente a China. Durante su primer mandato, Trump ya había cortado la ayuda militar a Pakistán y acusado a su gobierno de albergar a terroristas. Hoy, esa línea dura se ha intensificado, con un Departamento de Estado que respalda a India en foros multilaterales y profundiza la cooperación en defensa. A pesar de las críticas a las políticas internas de Modi, la administración Trump considera que la estabilidad de la región depende de mantener a India como aliado frente a la creciente influencia de Pekín.
Rusia, tradicional aliado de la India, observa con ambivalencia. Aunque mantiene vínculos militares sólidos con Nueva Delhi, ha cultivado una relación creciente con Pakistán en el marco de la Organización de Cooperación de Shanghái. Moscú aspira a desempeñar un rol como mediador global, pero su implicación en Ucrania y su dependencia energética de Beijing limitan sus márgenes de maniobra en Asia.
Este rompecabezas geopolítico convierte a Cachemira en una bomba de tiempo. La presencia de grupos insurgentes respaldados por Estados, las retóricas incendiarias, la debilidad de los canales diplomáticos y la creciente politización de las identidades religiosas configuran un escenario sumamente volátil. No se trata solo de un enfrentamiento bilateral, sino de una convergencia de tensiones globales.
La historia de Cachemira está escrita con sangre. Décadas de terrorismo, represión y polarización han dejado una sociedad rota y un conflicto que se recicla con cada generación. Hoy, cuando el nacionalismo se convierte en doctrina de Estado y el terrorismo en instrumento diplomático, el resultado no es solo inestabilidad: es tragedia.
Cachemira es un espejo de nuestra época: muestra hasta qué punto las pasiones religiosas, las ambiciones estratégicas y las narrativas de victimización pueden arrastrar a regiones enteras hacia el abismo. La posibilidad de evitar una guerra abierta aún existe, pero requiere algo escaso en tiempos de polarización: moderación, liderazgo racional y voluntad de contener el fuego en lugar de avivarlo. Lo que está en juego ya no es solo la paz en el sur de Asia: es el futuro de un orden internacional cada vez más frágil.
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