
Nos dejó un amigo de la solidaridad, de la humildad, de la sabiduría, y con su partida, no fueron pocos los que entendieron de pronto la dimensión de ese argentino que nos quedó grande, que el mundo logró comprender mejor que nosotros.
Con su vocación de trascendencia, por encima del egoísmo y de la pequeñez de quienes se creen superiores a partir tan sólo de lo que poseen, Francisco supo unir las religiones. Volvió a instalar el credo en la centralidad del universo, rezó en el Muro de los Lamentos junto a un rabino y a un musulmán, un hecho histórico que colocó la trascendencia por sobre la política.
En el catolicismo, nos devolvió un lugar a los divorciados, a la diversidad de género, a la totalidad de los creyentes y a quienes no lo son, a los jóvenes, con la creación de sus Scholas Occurrentes, cuyo lema es “Hacia una educación sin fronteras”. Del mismo modo, lo desvelaban la infancia y la vejez postergadas, no toleraba la desigualdad ni las políticas económicas de descarte y en uno de sus primeros gestos, el viaje a Lampedusa, definió su posición ante la brutalidad de la represión a los migrantes.
Son innumerables los testimonios que dejó su tránsito por la vida. Le dio también un lugar a la mujer en la tradicionalista Iglesia Católica -quizá no tanto como hubiera deseado-, y recorrió países adonde nunca un Papa había llegado, siempre en pos del ecumenismo y el diálogo interreligioso.
Pude disfrutar del regalo de su amistad. Un día, recibí en un bar una carta manuscrita en la que el Papa me invitaba a visitarlo. Nunca había soñado semejante ofrenda de la vida. A veces, me decía: “Todo lo escribo yo solo”. Y siempre me asombró que hasta sus convocatorias estuvieran escritas con su pequeña letra en esquelas que otros fotografiaban por él y así, nos llegaban a cada uno de sus destinatarios.
Cómo olvidar que, cada vez que nos encontrábamos, ante mi intento de hacer más breve la conversación, pensando en sus tiempos y sus innumerables ocupaciones, me interrogaba: “¿Tiene usted otras cosas que hacer?”.
Lo visité varias veces en Santa Marta, la última, fue en noviembre pasado. Era largo el tiempo de esas charlas con este hombre conocedor de la literatura, la filosofía, el arte, un humanista en toda la magnitud de la palabra. Para entender lo que nos acercaba en cuanto a la visión del cristianismo, debo decir que me eduqué con los curas del Tercer mundo, devotos de la Teología de la Liberación, para ingresar luego, por distintas vías, en la Teología del Pueblo que fue, sin duda, la que Francisco eligió para su apostolado. Respetuoso de la conciencia popular, se mantuvo absolutamente distante de sus detractores, esos materialistas de varias cepas que, con la liviandad que suele caracterizar a cierto conservadurismo ya sea liberal o no, lo definían como populista para denostarlo.
Nuestra común amistad con la académica en filosofía Amelia Podetti, su admiración por el antropólogo Rodolfo Kush, su insistencia en la lectura de “Megafón o la Guerra” de Leopoldo Marechal, nos unían en esas conversaciones inolvidables. La historia le había permitido, siendo sacerdote, ser visitado en Santa Fe por Jorge Luis Borges, y con ese recuerdo, me instó a que recorriéramos juntos un poema de este gran escritor.
Se fue un hombre que a los argentinos nos quedó grande, cuya dimensión quizá solo ahora comprendamos, me refiero en particular a la dimensión de su legado que debe proseguir sin desviarse de la senda humanista, comprensiva, misericordiosa, inclusiva que él marcó con firmeza. La humanidad atraviesa un momento difícil por la preeminencia de un materialismo y un capitalismo salvajes que lastiman a multitudes, por los riesgos de una Tercera Guerra Mundial, por los perjuicios infligidos al planeta tan irreparables como ignorados por los poderosos, y por los ascensos de diferentes formas de peligrosas autocracias, entre otras amenazas. Acaba de dejarnos el humanista más importante del siglo, en tiempos de crueldad y de deshumanización.
Así como era conmovedor para mí tener un diálogo personal con Francisco, la alegría de la bendición del Domingo en la Plaza San Pedro, esa bendición Urbi et Orbi, me era igualmente necesaria. Disfruté de ambos momentos diferentes con la misma fe que nos convocaba y el mismo júbilo con que el cristianismo nos enseña a vivir.
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