
Estamos atravesando una policrisis: social, geopolítica, financiera y ambiental. Pero, en el fondo, también es una crisis de sentido económico. ¿Qué conserva valor en un mundo inestable? ¿Qué puede funcionar como reserva de valor y moneda de intercambio real en una economía que multiplica la desigualdad y erosiona sus propios cimientos? Mientras los mercados tradicionales tambalean y los activos se deprecian, emerge una idea potente: la naturaleza, nuestra infraestructura vital, puede ser parte de la respuesta. No solo por ética, sino por estrategia.
En la lógica clásica, el dueño de un campo obtiene renta; el productor agropecuario, percibe ingresos; el trabajador, un salario; el proveedor, un contrato. Pero, ¿qué ocurre con quienes protegen un bosque o restauran un humedal? ¿Dónde queda el valor que producen sin vender nada? Esos ecosistemas capturan carbono, regulan el clima, almacenan agua y sostienen la biodiversidad. No figuran en balances, pero hacen posible todo lo demás. Lo mismo ocurre entre los países: algunos proveen servicios ambientales mientras otros los consumen. Como dijo el papa Francisco en Laudato Si´: “La deuda externa de los países pobres se ha convertido en un instrumento de control, pero no ocurre lo mismo con la deuda ecológica”.
Según el Foro Económico Mundial, más de la mitad del PBI global depende directamente de la naturaleza. Sin embargo, su destrucción no se contabiliza como pérdida económica. Esta desconexión entre lo que valoramos y lo que necesitamos es lo que hoy alimenta una crisis sistémica: climática, ecológica, social y financiera. La naturaleza dejó de ser solo una causa ambiental: es un eje económico.
La degradación ambiental ya no es solo un problema ecológico: es un multiplicador de riesgo financiero. El fondo soberano de Noruega, uno de los más grandes del mundo con 1,6 billones de dólares, aplicó el marco de análisis de riesgos y vulnerabilidades ambientales (TNFD) y descubrió que una parte significativa de su portafolio está altamente expuesta a riesgos vinculados con la pérdida de biodiversidad, deforestación y escasez de agua. Esa evidencia ha llevado a desinversiones estratégicas y al desarrollo de nuevas herramientas de análisis de riesgo natural. No es casualidad que el sector financiero esté comenzando a ver en la inversión en naturaleza una estrategia para mitigar riesgo sistémico y construir resiliencia en el largo plazo.
De hecho, el Banco Mundial estima que el colapso de los servicios ecosistémicos podría costar hasta 3,3% del PBI de América Latina al 2030. Es decir, perder lo que sostiene nuestra producción agrícola, pesquera y forestal. ¿La paradoja? Invertimos siete billones de dólares en actividades que dañan la naturaleza, mientras seguimos sin cerrar una brecha de financiamiento ambiental que ronda los 500.000 millones de dólares anuales.
La región tiene mucho que perder, pero aún más que ofrecer. América Latina y el Caribe albergan el 60% de la vida terrestre del planeta y una de cada cinco fuentes de agua dulce.
Sus ecosistemas no solo sostienen sus propias economías, también prestan servicios vitales al mundo. ¿Podemos convertir ese capital natural en una ventaja estratégica? La respuesta empieza a tomar forma en nuevas propuestas económicas que consideran al cuidado de la naturaleza como fuente de valor.
Se trata de mecanismos que reconocen, valorizan y retribuyen a quienes conservan y restauran ecosistemas. Desde canjes de deuda por naturaleza, como en Ecuador y Belice, hasta bonos sostenibles, como el que colocó Uruguay, que reduce su tasa si cumple objetivos climáticos. Desde tokens digitales para biodiversidad (como los promovidos por el pujante sector de las NatureTech) hasta empresas de activos naturales que cotizan en bolsa y gestionan servicios ecosistémicos. La innovación financiera para la naturaleza ya llegó al corazón de la economía.
Pero esto no es solo cuestión de instrumentos. Es también un cambio cultural: pasar de ver la naturaleza como recurso, a verla como infraestructura. De verla como entorno, a verla como sistema de soporte de vida. De verla como paisaje, a verla como plataforma económica. Esto exige nuevas reglas: marcos normativos sólidos, datos confiables, participación de comunidades locales y esquemas de gobernanza transparentes.
¿Qué podemos ganar? Mucho. Se estima que por cada dólar invertido en restauración ecológica pueden generarse hasta 30 dólares en beneficios económicos. La Unión Europea, al sancionar su Ley de Restauración de la Naturaleza, proyectó la creación de 395 millones de empleos y un valor agregado de 10 billones de dólares hacia 2030. ¿Y nosotros? En cada hectárea de bosque del Gran Chaco se podrían generar, en términos de servicios ecosistémicos, más de 2.400 dólares anuales. En un humedal, hasta 180.000.
El momento es ahora. Con mecanismos adecuados, las provincias pueden transformarse en oferentes de servicios ambientales, conectando sus paisajes con inversores internacionales que buscan generar impacto y retorno. No hablamos de filantropía: hablamos de inversión con propósito, basada en resultados medibles y contratos inteligentes.
Frente a los desafíos actuales (sequías históricas, incendios forestales, crisis hídrica) lo urgente y lo importante se alinean. Necesitamos políticas que reconozcan la interdependencia entre naturaleza, economía y bienestar. No se trata solo de proteger: se trata de integrar la sostenibilidad en la toma de decisiones públicas y privadas. No como un costo, sino como una estrategia de desarrollo.
Reescribir la economía desde la naturaleza no es un lujo. Es una necesidad. En América Latina, esta narrativa no es solo posible, es inevitable. Y puede empezar con una simple pregunta: ¿cómo hacemos visible lo que realmente sostiene la vida?
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