Un Papa para reimaginar el mundo

Servidor valiente, pastor lúcido, voz singular y ejemplo de austeridad, Francisco extendió las fronteras de la fe. Fue un ejemplo de estatura mundial respetado por los más diversos actores planetarios

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El papa Francisco extendió las
El papa Francisco extendió las fronteras de la fe (Foto: Vatican News)

En medio de su pueblo. Entregando caramelos a los niños, bendiciendo a los bebés, saludando a los enfermos, dando una vuelta olímpica simbólica a la plaza San Pedro y llegando a las fronteras del Vaticano; mostrando su fragilidad con un poncho criollo, como un peregrino que se pasea en pantuflas en un hogar común sin vergüenza a exhibir su cansancio, su cuerpo herido y su lastimada humanidad. Así se despidió, como un cura de pueblo de dimensión universal, abrazado en oración a su amada Virgen María.

Soñó alto, pensó profundo, sintió hondo.

Extendió las fronteras de la fe, para escándalo de los fariseos y necedad de los hipócritas. Ambos pensaron que su prédica era poco exigente cuando significó todo lo contrario: una incomodidad para los cómodos, un desafío para los éticos sin bondad, un malestar para los autopercibidos perfectos y mejores, una interpelación para los solemnes. Lo que equivale a decir: una bendición para los aplazados y solos de infinita soledad.

Buscó despojar a la vida espiritual de las obsesiones, de las aduanas, de los candados, de las tranqueras. Fue signo de contradicción, como todo profeta. Servidor valiente para denunciar a los traficantes de seres humanos, armas, narco y muerte. Pastor lúcido para invitar a diseñar alternativas frente a la economía del descarte y la tramposa moral política de la polarización. Voz singular para advertir el riesgo de un derrumbe ambiental frente a la inconsciencia ecológica y social.

Recibió a todos, para sorpresa de los que quieren alambrar la posibilidad de recomenzar: justos y pecadores, simuladores y misioneros, dignos e indignos, réprobos y elegidos, amos y esclavos, sucios y bellos, limpios y mal olientes, dogmáticos y herejes, reformistas y conservadores, bandidos y rotos, atletas y derrumbados. En la corte de sus críticos, corrieron para ubicarse del lado de los impolutos y señalarlo con un dedo acusador los que no entienden de misericordia ni pueden comprender al pastor que busca ponerse al hombro a la oveja perdida; los que jamás aceptarían volver humildes al rebaño porque se consideran demasiado impecables para compartir ese lodazal; los que en el fondo reniegan de un Jesús que optó preferencialmente por los más débiles, ignorantes y plebeyos, para reproche de los sabios y leguleyos. Fue una piedra de estupor para quienes olvidan que el Cristo humillado, ultrajado y vivo hoy existe en las calles y caminos más próximos, y también en el espejo de nuestras miserias personales más íntimas que nos cuesta tanto reconocer.

Antes que Papa, fue persona sabedora de su debilidad y suplicante de oraciones, capaz de tener los más pequeños detalles de ternura, sorpresa y atención con los más duros, lejanos y odiosos.

Vivió como escribió: con letra pequeñísima, a veces ilegible, que no necesitaba gritar para tocar corazones y llegar a los oídos más distantes. Escribió en poesía para los más olvidados y en prosa para los más poderosos. Cultivó esa mística de la proximidad con los más extranjeros, periféricos y absurdos. Desorientó a los inventores de la palabra prudencia, moderación, statu-quo, falso equilibrio. No solo a los más papistas que el Papa, sino también a los menos papistas que el Papa. Enseñó de la más hermosa manera de hacerlo: con el ejemplo de austeridad, riéndose de los aires monárquicos, recordando a cada instante que nunca se ha visto un cortejo fúnebre seguido por un camión de mudanzas. Fue un Papa sin rejas ni protocolo de hierro. Al alcance de cualquiera y de todos, superando el cálculo de una hoja Excel o de un organigrama administrativo. No siempre lo entendieron los que buscan en el lenguaje de las solemnidades la clave de un encuentro personalísimo que nunca se dará.

Gobernó con el microscopio del detalle y los gestos de bondad para con los más remotos e insignificantes: los sorprendió con sus mensajes y sus llamados espontáneos; los atrajo no con una doctrina férrea, sino con una palabra tierna; los perfumó con la cercanía humana, antes que con las leyes de la exigencia. Gobernó también con el telescopio de los grandes temas geopolíticos, como un inmenso estratega que construye agenda: la paz, la ecología, el desarrollo humano integral, la justicia social frente al sistema financiero internacional, la amistad social.

Desafió a las leyes de la física y la aritmética, como todo loco de Dios. Ascendió descendiendo a lo más miserable y olvidado; se bajó del caballo para protagonizar las grandes travesías de las altas cumbres: los inmigrantes, los leprosos de toda lepra, los que revuelven basura, los que se pudren en todas las cárceles de la existencia.

Fue a rescatar a la periferia social para entronizarla en el centro de las miradas y para que contrastara con la otra periferia moral: la burocracia fría, el clericalismo famélico de poder, la actitud trepadora de puestos, intrigas y ambiciones. Fue exigente con los exigentes, sabedor que lo nuevo es recordar lo olvidado: los llamó a mirarse las manos antes de arrojar la primera piedra. No vislumbró una Iglesia de pocos ni de muchos, sino de todos, a pesar de la disconformidad de quienes se sienten elegidos para ocupar los primeros asientos en las catedrales de sus egocentrismos. Llegó desde el extremo del mapamundi y se va en una noche oscura que rumia guerras mundiales en cuotas, cataclismos ambientales y el eco cotidiano de bombas tecnocráticas.

Fue continuidad y madurez del mensaje esencial de la Iglesia y de sus predecesores, pero lo puso en salida para abrazar los clamores de los nuevos tiempos, que es como se tiene que dimensionar un pontificado que aspire a ser puente, atracción, lozanía tan antigua y tan nueva. No tuvo temor en llamar demonio al demonio y estiércol del diablo a la ambición corrupta de dinero. No pensó en su prestigio cuando fue a golpear la puerta de los dictadores para detener una guerra. No reparó en tontos boatos para levantar el teléfono o mandar un correo electrónico de fraternidad para los olvidados de la tierra. No tuvo medias tintas cuando en su último Vía Crucis, al pie de la cruz, nos advirtió: “Nuestra convivencia herida, oh Señor, en este mundo hecho trizas, necesita lágrimas sinceras, no de circunstancia. De lo contrario, se realizará lo que predijeron los apocalípticos: ya no generaremos nada y todo se derrumbará”.

¿Seremos capaces de escuchar este mensaje, con el hondo significado que supone? ¿Seguiremos corriendo desesperados la maratón del exterminio colectivo? ¿Brotará del corazón de piedra de los magnates y de todos nosotros en nuestra vida cotidiana una lágrima de realismo, justo un paso antes del fin?

Su testimonio nos deja una prédica que es camino, verdad y vida -desde un Jesús desnudo de riquezas-, como la más terrible y profunda convocatoria para cambiar de rumbo: de la voracidad del consumo, a la cultura del encuentro; de la concentración de dominio, a la teología del pueblo; de las esclavitudes modernas, a las liberaciones con humanidad.

Nos llama a ser peregrinos de esperanza. Sin tener miedo. Sin creernos monopólicos portadores de su mensaje. Sin tironearlo para las orillas de las ideologías. Sin malgastarlo en las peleas parroquianas. Queda ahora la más importante sede vacante: un ejemplo de estatura mundial respetado -no siempre emulado-, por los más diversos actores planetarios.

Por eso este “gracias, Francisco” que hoy se eleva desde los unánimes confines, es a la vez bendición y compromiso: siempre habrá una puerta entreabierta en los arrabales del abismo, para decirle sí a los sueños más hermosos y a los ideales comunitarios más profundos de saber que nadie se salva solo. Fue el Papa del Pueblo. Llegó desde el fin del mundo para invitarnos a reimaginar el mundo, con una simple certeza: el amor siempre puede tener la última palabra.