
El Papa fue el argentino más importante de la historia. Al ser nombrado Papa, su historia se unió a la del mismísimo San Pedro, a los 266 Papas que lo precedieron y a la génesis de la historia de Occidente, de nuestras creencias y valores. Ningún otro argentino, alcanzará jamás su trascendencia universal e histórica.
Cuando Jorge Bergoglio asumió como papa Francisco, el 13 de marzo de 2013, un periodista hizo una observación humana sobre su nueva condición. Escribió: “De ahora en adelante, Francisco jamás caminará solo”. El periodista se refería a la forma en la cual el Papa viviría en adelante. Siempre estaría rodeado de personas, siempre habría asistentes, guardias, religiosos, políticos, personas del poder y creyentes. Y así fue. Francisco nunca más pudo caminar a solas como tanto le hubiese gustado.
Aquel hombre común que, cuando era la máxima autoridad religiosa de la Ciudad de Buenos Aires, viajaba en subte llevando un maletín de cuero para llegar a la Catedral Metropolitana, tuvo que renunciar como Papa a su escala personal para quedar dentro del halo que la inmensa responsabilidad de encabezar la Iglesia Católica le imponía.
Cada palabra de Francisco, cada gesto, su presencia o su ausencia en un lugar alcanzaron un trascendente significado. Seguramente por eso, Francisco, que siempre supo de las tensiones que su figura producía en su propia patria, tomó la decisión de no regresar. No volver a la Argentina fue un sacrificio: no volver a pisar su querida iglesia en el barrio de Flores, no recibir el cariño de millones de argentinos que confiaban en él, fue una decisión, tan sabia como generosa. Y un mensaje. Francisco estaba en el mundo para unir y traer paz; volver a la Argentina podría producir exactamente lo contrario. Él lo sabía. Él fue un hombre sabio.
Más allá de nuestras creencias religiosas, Francisco deja un propósito para todos nosotros, que nos impulsa a tener el valor y la serenidad para luchar por un mundo mejor y más humano. Francisco puso la vida humana por sobre cualquier otra condición. Ese rumbo no puede tener error.
De los innumerables momentos que nos deja su papado, quiero rescatar uno muy humilde que expresa su corazón.
En un acto en Roma, donde participan niños y autoridades, algunos de ellos son elegidos para hacerle una pregunta al Papa. Cuando llega su turno, Emmanuel, de seis años, se acerca al micrófono para hablar, pero al intentarlo no puede decir una palabra. Respira con angustia. Francisco le dice en italiano:
—Ven, ven aquí y dímelo al oído.
El niño sube al escenario tomándose el rostro, con un llanto ahogado que apenas logra contener. Francisco lo abraza con cariño. Luego inclina la cabeza y acerca su oído para que el niño hable. Se escucha el llanto de Emmanuel y se ve al Papa conmovido, apoyando su cabeza en el hombro del pequeño. Francisco le habla y lo mira cara a cara. Luego, el niño baja del escenario entre aplausos.
Entonces, Francisco se dirige al micrófono:
—Ojalá todos pudiésemos llorar como Emmanuel cuando sentimos un dolor como el que él lleva en el corazón. Él lloraba por su papá y tuvo el valor de hacerlo delante de todos nosotros porque en su corazón hay amor por su padre.
Hace una pausa y continúa:
—Le pedí permiso a Emmanuel para compartir en público la pregunta que me hizo, y él me dijo que sí. Hace poco tiempo que su padre ya no está. Era ateo, pero bautizó a sus cuatro hijos. Era un hombre bueno. Y Emmanuel me preguntó: “¿Está en el Cielo mi padre?”

El Papa se detiene un instante y añade con emoción:
—Qué hermoso que un hijo diga de su padre: ‘Era bueno’
Dirigiéndose al público, pregunta:
—¿Ustedes creen que Dios sería capaz de dejarlo lejos de Él? ¿Piensan eso?
Se escuchan unos tímidos “No”.
Francisco los anima:
—Díganlo más fuerte, con coraje.
—¿Dios abandona a sus hijos?
—¡Nooo!
—¿Dios abandona a sus hijos cuando son buenos?
—¡Nooo!
Francisco mira a Emmanuel y le dice con ternura:
—Aquí tienes la respuesta, Emmanuel. Dios seguramente estará orgulloso de tu papá. Porque es más fácil bautizar a los hijos cuando uno es creyente que cuando no lo es. Y seguramente a Dios esto le ha gustado mucho. Habla con tu papá, reza por tu papá. Gracias, Emmanuel, por tu valentía.
Francisco era ese hombre bueno capaz de traer consuelo a un niño huérfano, que podía usar, como hace un maestro, las voces de los demás para que en ese acto todos participaran en la consolación, trayendo comprensión, respeto y amor.
Hoy el mundo ha perdido a Francisco, pero mientras lo recordemos y honremos sus enseñanzas, no morirá, su voz escapará a la muerte para guiar nuestros corazones.
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