
El diagnóstico es implacable: hoy, Canadá exhibe uno de los crecimientos económicos per cápita más débiles de todo Occidente.
A pesar de los grandes discursos políticos sobre las virtudes de la apertura y la inclusión, supuestamente garantes de su prosperidad eterna, esta estrella boreal palidece, se empobrece y se encierra sobre en sí misma.
Canadá vive en la negación de su propio declive. Tras diez años de un gobierno desastroso marcado por la expansión del Estado, la explosión de la deuda pública y la radicalización del multiculturalismo, Justin Trudeau deja tras de sí un país debilitado.
Y el 28 de abril próximo, la probable elección del banquero Mark Carney —su sucesor al frente del Partido Liberal de Canadá— no haría sino acelerar esta tendencia.

El miedo como timón
El fenómeno se debe ante todo a lo que podríamos llamar una ideología de la seguridad. Desde la pandemia de Covid, en particular, el país se obsesionó con la gestión de todo tipo de riesgos: sanitarios, climáticos, digitales… y ahora económicos, frente a la hostilidad de un Donald Trump armado con aranceles punitivos.
Solo la inmigración masiva —cuyos impactos culturales y demográficos ya no requieren demostración— parece seguir beneficiándose de cierta indulgencia por parte de las autoridades.
En Canadá, todo se convierte en objeto de regulación. Se multiplican las reglas para tranquilizar a una población hiperansiosa, saturada de relatos catastrofistas. Se normaliza el estado de emergencia en nombre de una supuesta benevolencia.
Bajo el influjo del wokismo, Canadá ha roto con la política para adentrarse en lo psicopolítico. Hoy, casi todo se vive bajo el prisma del estrés y la ansiedad. La razón ha cedido paso a la emoción.
Un Estado omnipresente, una población infantilizada y una clase política transformada en comité terapéutico: la pandemia fue el trampolín hacia un nuevo modo de gobernanza basado en el miedo y el control social.
Canadá ha tomado el camino de un autoritarismo suave. En este universo ultra higienizado, la libertad de expresión es sospechosa de exponer a los ciudadanos a ideas incómodas y ansiógenas, que conviene entonces encuadrar o incluso reprimir en nombre de una nueva higiene pública. Esta ilusión de un mundo sin fricciones —de un gran safe space nacional — asfixia el debate democrático.

Dogma del confort y culto al ocio
A esta obsesión por la seguridad se suma el triunfo de una filosofía del confort y el bienestar. El bienestar físico y psicológico se ha convertido en el nuevo horizonte de Canadá, esa vitrina nórdica en decadencia donde hordas de personas, cada una más saludable que la otra, trotan por las calles como si huyeran de la muerte.
Este bienestar erigido en dogma se ha transformado en un fin en sí mismo, como si la misión del gobierno fuera ahora garantizar a cada cual su equilibrio corporal y emocional.
En esta sociedad hipertrofiada del ocio, donde los ciudadanos-consumidores son incitados a “cuidarse” en todo momento, el más mínimo roce con la realidad es vivido como una forma de violencia simbólica, como una “microagresión”.
Se curan traumas imaginarios, se promueve eludir los desafíos personales y profesionales, se desincentiva el esfuerzo. Lejos de valorar la resiliencia, Canadá ha terminado por institucionalizar la pereza, tras haber recompensado económicamente a miles de ciudadanos por quedarse en casa sin hacer nada durante la pandemia.
El resultado: una población sobremedicalizada y desarmada frente a la dureza del mundo, y políticos que ya no vacilarían en prometer sesiones gratuitas de yoga para demostrar su sensibilidad ante la angustia reinante. En Canadá ya no se quiere trabajar sino relajarse, no se quiere ser representado por los políticos, sino protegido por ellos.
Una sociedad-cabaña
Finalmente, el carácter insular de Canadá ha contribuido a su aislamiento mental e, ipso facto, a su declive global. Este rechazo del mundo exterior ha alimentado la ilusión de que Canadá vivía al abrigo de todas las inclemencias internacionales. Es lo que llamo la “sociedad-cabaña”: una sociedad periférica donde las interacciones sociales son secundarias y donde relajarse y tener “tiempo de calidad” es el objetivo supremo de todos esos seres estériles.
El Homo canadicus está convencido de habitar el mejor país del planeta, pero solo porque nunca ha tenido que luchar por defender su soberanía ni los grandes principios sobre los cuales supuestamente se fundamenta. Pretencioso, Canadá creyó poder elevarse por encima del mundo, cuando en realidad solo se apartó de él para vivir mejor en su burbuja.
Encaramados sobre los hombros de Estados Unidos, los canadienses se creyeron durante mucho tiempo exentos de toda adversidad. ¿Los fracasos de la globalización, las guerras, las crisis migratorias, los trastornos geopolíticos? Todo eso parecía tan lejano, tan abstracto, hasta que el regreso de Trump a la Casa Blanca vino a recordar brutalmente que la Historia no perdona a nadie. Ni siquiera a los amables e ingenuos canadienses.
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