
En una época en la que la verdad parece ser más accesible que nunca, paradójicamente, también es decisivamente más frágil. Lo que debería ser una época de iluminación -el conocimiento se distribuye a una velocidad inédita- se convierte, muchas veces, en un escenario de confusión, manipulación y dogmas que no admiten, cancelan y excluyen debates mínimos. ¿Por qué ocurre esto? ¿Qué nos lleva a seguir creyendo en falsedades manifiestas, incluso cuando la evidencia en contra es abrumadora? La psicología, en particular la cognitiva, tiene una respuesta tan incómoda como reveladora: el sesgo de confirmación.
Formulado y demostrado empíricamente por Daniel Kahneman y Amos Tversky, este sesgo se refiere a nuestra tendencia a buscar, interpretar y recordar la información de un modo que confirma nuestras creencias previas, desestimando todo aquello que las contradiga. El sesgo de confirmación nos lleva instintivamente a sobreestimar el valor de la información que encaja con nuestras creencias, expectativas y asunciones, lo que muchas veces nos conduce a errores. Y también nos hace subestimar e incluso ignorar la información que no coincide con lo que pensamos o creemos.
Kahneman, Premio Nobel de Economía, lo desarrolla con precisión quirúrgica en Pensar rápido, pensar despacio, donde distingue dos sistemas de pensamiento: uno rápido, intuitivo, emocional; y otro más lento, reflexivo y racional. El problema es que la mayoría de nuestras decisiones -incluidas las que involucran hechos complejos e interés público, como votar- se toman con el sistema rápido, el emocional, donde el sesgo de confirmación opera con más fuerza.
Esto no es nuevo, pero lo que sí es nuevo es el entorno digital que amplifica exponencialmente las posibilidades de estas distorsiones cognitivas. Las redes sociales, al estar diseñadas por algoritmos que priorizan el engagement sobre la verdad, no solo refuerzan nuestras creencias: las consolidan, las cristalizan. Se ha estudiado cómo estas plataformas, al construir burbujas informativas, muchas veces refuerzan la polarización y dificultan el diálogo democrático. Las noticias falsas, por su estructura narrativa simple y emocional, se difunden más rápido y con mayor alcance que las verdaderas.
No es casual: apelan a emociones fuertes, a certezas reconfortantes para el receptor segado, a una suerte de “verdad emocional” que poco o nada tiene que ver con la evidencia.
Pero hay algo más grave que la mera desinformación espontánea: la manipulación sistemática y organizada con fines políticos. En este orden, los psicólogos Riddell y Shotton demostraron cómo el sesgo de confirmación influye en la política. Preguntaron a seguidores de los dos partidos más importantes de Inglaterra sobre su opinión acerca de una subida de impuestos mínimos que pretendía reclutar más enfermeras para el sistema público de sanidad. Los entrevistados laboristas apoyaban la medida en un 14% si se les decía que había sido presentada por su partido y en un 3% si se les decía que había sido presentada por el partido contrario.
Estudios como el del Oxford Internet Institute han demostrado cómo las campañas coordinadas de desinformación han intervenido en elecciones en más de 70 países. Un ejemplo paradigmático, mas no el único, se dio en el proceso de la salida del Reino Unido de la Unión Europea, conocida comúnmente como Brexit del año 2016, y la manipulación de datos de lo que allí habría ocurrido.
Aquí se acreditó la capacidad de las redes sociales de recopilar información de los usuarios sin consentimiento de los titulares de las cuentas, mediante algoritmos de inteligencia artificial, para luego enviar contenido, muchas veces basadas en noticias falsas o distorsionadas, dirigido de forma intencionada con la finalidad de influir en sus decisiones electorales. Como reveló la investigación periodística que desnudó este entramado, no fue un debate público transparente el que definió el referéndum, sino una estrategia digital para explotar miedos y prejuicios -sesgos cognitivos- con precisión quirúrgica.
Este fenómeno no es exclusivo del Reino Unido. En América Latina lo vemos en cada proceso electoral importante. Se viralizan teorías conspirativas, cadenas de WhatsApp que anuncian o promueven falsedades, encuestas apócrifas, bots que simulan consensos sociales, troll y haters por doquier, etc. Todo entra en juego, y todo se disemina, reinando el caos informativo. Y lo más llamativo es que, aun cuando estas informaciones son desmentidas por chequeos veraces o medios periodísticos serios, una parte importante de la población sigue creyéndolas.
¿Por qué? Porque la verdad no opera en el vacío. Creer o no creer no es solo un acto racional, sino un acto identitario. Como explicó Leon Festinger en su teoría de la disonancia cognitiva, cuando nuestras creencias profundas son desafiadas por hechos que las contradicen, solemos rechazar esos hechos para no sufrir el malestar psicológico del cambio. En lugar de revisar nuestras convicciones, descalificamos la evidencia. En suma, cada vez se cree menos en los hechos, en lo contrastable, en lo empírico.
La pandemia de COVID-19 fue otro laboratorio de este fenómeno. A pesar de la evidencia científica sobre la efectividad de las vacunas, millones de personas decidieron creer que eran parte de un plan de control global, que alteraban el ADN o contenían chips de vigilancia. Esta desconfianza no fue casual: fue activamente promovida por sectores políticos, influencers digitales y pseudocientíficos que encontraron en el caos pandémico un terreno fértil para sembrar paranoia. La Organización Mundial de la Salud incluso acuñó un término para describir esta proliferación de información falsa: infodemia.
Incluso frente a desastres naturales, como las recientes inundaciones en nuestro país (la del litoral o la de Bahía Blanca) u olas de calor y frío inusuales, emergen lecturas que niegan la dimensión ambiental del problema. A pesar de que múltiples informes científicos vinculan el aumento de fenómenos extremos con el cambio climático, en ciertos sectores mediáticos y políticos se insisten con explicaciones alternativas, muchas veces teñidas de ideología o intereses económicos.
Se habla de “exageración mediática”, de “ciclos normales de la naturaleza”, de “maniobras políticas”, sin respaldo empírico. La información está, pero el sesgo filtra lo que aceptamos y bloquea la evidencia.
A este panorama ya complejo y desafiante, se suma ahora un actor tan poderoso como inquietante: la inteligencia artificial. Herramienta extraordinaria cuando se la utiliza con fines éticos y constructivos, que se vuelve profundamente peligrosa cuando es puesta al servicio de la manipulación y la desinformación. Con la capacidad de generar textos, imágenes, audios y videos falsos con un realismo casi indistinguible de lo auténtico, la IA se transforma en una fábrica de ficciones verosímiles que, al ser consumidas por una ciudadanía ya atravesada por el sesgo de confirmación, encuentran terreno fértil, la via regia para expandirse.
No solo se trata de automatizar la mentira, sino de estilizarla, dotarla de un poder emocional que apela a la convicción antes que a la razón; se trata de dotarla de una sofisticación narrativa y estética sin precedentes, capaz de moldear realidades paralelas que, para muchos, se vuelven más creíbles que los hechos mismos. Deepfakes que simulan declaraciones inexistentes, bots generadores de comentarios coordinados, artículos ficticios con apariencia de veracidad académica, todos forman parte de un arsenal digital que amenaza con sustituir la verdad por una ilusión perfectamente diseñada. En este nuevo escenario, donde la ficción puede imitar la realidad con una precisión quirúrgica, el sesgo de confirmación ya no solo selecciona lo que queremos creer: ahora construye -si así nos lo proponemos- lo que queremos creer.
¿Qué podemos hacer frente a este panorama? En primer lugar, hay que reconocer que todos -sin excepción- somos vulnerables al sesgo de confirmación. No se trata de señalar con el dedo a “los otros” que creen en teorías descabelladas. Se trata de desarrollar, como propone Kahneman, una vigilancia epistemológica constante, un pensamiento lento y crítico que cuestiona incluso lo que damos por sentado. En segundo lugar, se impone trabajar y debatir sobre una mayor responsabilidad a las plataformas digitales. No se trata de censura, sino de pensar su funcionamiento en una sociedad democrática, que debe arbitrar para la convivencia de intereses y derechos que muchas veces colisionan. No estamos ante meras anécdotas aisladas: estamos ante un nuevo régimen de disputa por la verdad.
Y así, la línea que separa la realidad de la simulación se vuelve cada vez más delgada. Si no somos capaces de desarrollar una conciencia crítica sobre cómo opera nuestra mente -y cómo pueden manipularla-, y si no fortalecemos urgentemente los sistemas de verificación, la alfabetización mediática y el periodismo profesional, la mentira no solo ganará terreno: se convertirá en el nuevo estándar. Frente a este escenario, como se dijo, se vuelve urgente revalorizar el rol del periodismo profesional -que existe-. En tiempos en los que cualquiera puede emitir información desde un celular, se vuelve vital diferenciar opinión de dato, percepción de evidencia, propaganda o comunicación rentada de periodismo. No se trata de idealizar al periodismo, sino de sostener un ecosistema de medios que respete los estándares de verificación, pluralidad y transparencia. Sin periodismo cumpliendo su rol, la verdad se vuelve opcional, y en ese vacío prosperan la intolerancia, el daño, el cinismo y la manipulación psicopática.
Del mismo modo, es crucial promover una psicoeducación desde la infancia que enseñe cómo funciona nuestra mente, que se familiarice con los sesgos cognitivos, que estimule el pensamiento crítico. La psicología cognitiva -y el resto de los enfoques validados- no debería ser un contenido reservado a cursos universitarios: debería formar parte del currículo escolar, porque comprender nuestra vulnerabilidad epistémica es un acto de salud mental y de ciudadanía. Solo sabiendo cómo funciona nuestra mente, podemos empezar a pensar mejor, a razonar críticamente, decidir y, por ende, actuar mejor.
La salida también es cultural. Necesitamos una pedagogía de la duda, una ética del discernimiento. Educar no solo para conocer datos, sino para procesarlos críticamente, para tolerar la ambigüedad, para vivir con la incómoda pero necesaria conciencia de que no siempre tenemos razón. No se trata de una cruzada moral por la verdad. Se trata de defender un principio básico de la convivencia democrática: que los hechos importan, que la evidencia importa, que la realidad compartida no puede ser sustituida por percepciones individuales amplificadas sesgadamente por algoritmos. Que la verdad no puede ser cancelada por la mentira deliberada.
Porque si no defendemos la verdad -esa que a veces incomoda, que exige humildad-, terminará ganando la mentira eficaz, viral, emocional. Y en ese mundo, el que pierde no es solo el conocimiento. Es la posibilidad misma de construir un sujeto y una sociedad más libre.
Referencias
- Chomsky, N (2018). “La gente ya no cree en los hechos”, en El País. Babelia (10 marzo).
- Festinger, L. (1962). Cognitive Dissonance. Scientific American. 207(4): pp. 93 - 106.
- Kahneman, D. (2012). Pensar rápido, pensar despacio. Buenos Aires: Debate.
- Oxford University. Oxford Internet Institute. The Global Disinformation Order 2019
- Global Inventory of Organised Social Media Manipulation. Report19.pdf
- Paz García, A.; Danieli, N.;Moreano Freire, I.; Procesamiento cognitivo de fake news políticas: Revisión de estudios experimentales; Universidad Católica del Uruguay;
- Dixit; 37; 1; 19-5-2023; 44-60
- SHotton, R. (2022). La fábrica de la elección: 25 sesgos de comportamiento que influyen en lo que compramos. melusina.
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