
De tanto en tanto algunos utilizan la frase “Argentina, refugio nazi” como si se tratara de un hecho histórico acreditado, una verdad revelada que no admitiría revisiones de ninguna índole y que debe aceptarse dócilmente para vergüenza de los argentinos.
Dada la gravedad de la acusación, según la cual nuestro país habría sido una especie de santuario único en el mundo dispuesto a dar cobijo a criminales de guerra nazis que huían de Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial, debemos detenernos a analizar si, acaso, el rótulo no fue la herramienta propagandística de la que otros estados se valieron para desprestigiar, tanto a nivel internacional como también puertas adentro de nuestra nación, ciertas políticas de Estado que se encararon a mediados de la década de 1940.
Es evidente que hubo criminales de guerra que eligieron nuestro país como refugio, pero de eso no se sigue automáticamente que existiera una política implementada por el Estado argentino destinada a ello. Si hubiera existido semejante política por parte de Argentina, no se explica cómo, derrocado Perón en 1955, los gobiernos de diferente signo político que se sucedieron en la segunda mitad del siglo XX no la desmontado. O fueron cómplices o simplemente se hicieron eco del infundio. No hubo arrestos, ni juicios, ni extradiciones de esos supuestamente numerosísimos criminales de guerra ocultos en nuestro país. Sólo dos excepciones conocidas: las de Adolf Eichmann y Erich Priebke, durante las décadas de 1960 y 1990, respectivamente.
Por otra parte, cabría destacar que el primer “refugio nazi” fue la misma Alemania, en cuyo territorio ocupado por las potencias aliadas se encontró a la gran mayoría de los criminales de guerra y que en no pocos casos gozaron de la complicidad y encubrimiento de importantes sectores de la población local. El responsable de la radiodifusión alemana en los países ocupados, Kurt Georg Kiesinger, llegó a ser canciller de Alemania occidental de 1966 a 1969.
O el muy poco conocido caso de la neutral Suiza, en donde una comisión parlamentaria, que elaboró por encargo del propio gobierno en 2002 el Informe Bergier, dictaminó lapidariamente que las autoridades helvéticas fueron cómplices de la aceitada maquinaria de guerra nazi durante todo el conflicto, fundamentalmente en lo que refiere a lavado bancario de activos y bienes robados a las poblaciones judías de buena parte de Europa.

Debemos ubicarnos en el contexto marcado por el fin de la 2º Guerra Mundial. Algunos elementos eran bastante evidentes para cualquier observador atento de la realidad. Alemania sería derrotada sin que se supiera concretamente qué dispondrían los aliados vencedores sobre su destino. Pese a esto, ese país contaba con mano de obra calificada (científicos de primer orden) cuyos esfuerzos se habían orientado a la producción armamentística y que con la derrota de su país quedarían literalmente desocupados en virtud de la obligación que se le impondría a los alemanes de abstenerse de fabricar o incluso diseñar armamentos.
Y un dato que en 1945 no era tan evidente para el público en general, pero que se manejaba de modo sigiloso por las autoridades: terminada la contienda, comenzaría un nuevo enfrentamiento entre, por un lado, los EEUU, y por el otro, la Unión Soviética, que con el tiempo se conocerá como Guerra Fría, signada por la carrera armamentística en el plano nuclear, y por el control de espacio exterior, aspectos éstos en los que los aliados venían retrasados en su carrera respecto de los investigadores alemanes.
Demás está decir que los vencedores, Estados Unidos, la Unión Soviética y, en menor medida, Inglaterra y Francia, pugnarían entre sí por quedarse con la mayor cantidad de científicos alemanes para el desarrollo de sus respectivos proyectos nucleares y espaciales. Como veremos, en esta verdadera cacería de cerebros, poco importaba el pasado nazi de tales científicos. Salvo, aparentemente, para el caso argentino.
Como señala Ruth Stanley en su trabajo “Transferencia de tecnología a través de la migración científica: ingenieros alemanes en la industria militar de Argentina y Brasil”, “planos y prototipos fueron requisados, mientras científicos e ingenieros alemanes eran sometidos a interrogatorios en su propio país o llevados al extranjero, por su propia voluntad o bajo presión, para trabajar al servicio de las cuatro fuerzas de ocupación.”

Según la autora, en forma aproximada, 3000 científicos alemanes fueron captados por la URSS, 1600 por EEUU, Francia e Inglaterra acogieron a 800 y 300 respectivamente. En tanto, y acá el dato llamativo, la Argentina convocó a unos 120, y Brasil 27. Huelga aclarar que para los aliados resultaba sorprendente e inadmisible que países como Argentina y Brasil pretendiesen apropiarse de científicos alemanes para el desarrollo de sus propias industrias bélicas. Las conferencias de Yalta y Potsdam, por las que se dividiría el mundo de la posguerra, operaban en los hechos como un selecto club cuyos socios (EEUU, URSS, Inglaterra) no estaban dispuestos admitir nuevas membresías.
En 1946 el gobierno de Perón encomendó la tarea de reclutamiento de científicos al brigadier Juan Ignacio San Martín, director del Instituto Aeronáutico y futuro gobernador de Córdoba, quien viajó a Europa y logró traer a científicos como Kurt Tank y Reimar Horten, entre muchos otros. Según Stanley “en Argentina se iniciaron las actividades para desarrollar aviones de combate transónico y supersónico, así como la fusión nuclear”. Y agrega: “Todos estos proyectos se iniciaron a fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta y eran considerados como iniciativas de vanguardia.”

Kurt Tank y su equipo (trajo consigo colaboradores alemanes, pero el gobierno lo obligó a formar a ingenieros argentinos) produjo los aviones a reacción Pulqui I y Pulqui II. Es cierto que su producción fue artesanal, no siendo factible entonces una fabricación en serie. Pero la Argentina se convirtió en el tercer país del mundo en producir aviones con tales características y con proyección a la vanguardia de una de las ramas industriales consideradas “de punta”. Mejor fue la suerte del avión Huanquero, aeronave multipropósito que llegó a producirse en serie en la emblemática Fábrica Militar de Aviones de Córdoba.
Incluso Argentina apostó al desarrollo de la energía nuclear inmediatamente detrás de la primacía de norteamericanos y rusos. El Proyecto Huemul, a cargo del físico austríaco Ronald Richter, desarrollado en la isla homónima frente a Bariloche, pese a sus prometedores inicios, cayó luego en el descrédito. Una comisión investigadora creada por Perón y encabezada por el físico José Balseiro determinó que el proyecto de Richter no avanzaba a los objetivos buscados lo que motivó su archivo. No obstante el inicial traspié, el proyecto nuclear en sí jamás fue abandonado, y Balseiro, sobre la base de aquél promovió la creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica y en su memoria tenemos al prestigioso Instituto que lleva su nombre y que funciona en el Centro Atómico Bariloche, justo frente al Regimiento de Montaña del Ejército Argentino.

Volviendo a la investigadora Stanley, y a la operación de apropiación de tecnología alemana tras el fin de la contienda mundial, ella destaca que “todas las potencias consideraron los prototipos, planos, sistemas de producción de armas y estaciones experimentales como parte de un botín de guerra del cual era legítimo apropiarse; en algunos casos ni siquiera fueron respetadas las fronteras internas que dividían las zonas ocupadas, y algunos profesionales y equipos fueron trasladados o sustraídos en forma encubierta de una zona a otra.” Agreguemos que tanto Brasil como la Argentina eran para esta época países vencedores dado que ambos habían declarado la guerra a Alemania.
De los miles de investigadores alemanes que fueron llevados a la URSS para desarrollar armas nucleares destacan Nikolaus Riehl y Manfred von Ardenne, reconocidos como padres del proyecto atómico soviético, y hasta merecedores de condecoraciones de la etapa de la Guerra Fría.
Inglaterra implementó la Operación Epsilon, alojando como “huésped” al prestigioso físico Werner Heisenberg, Premio Nobel de Física en 1932, y director durante el período 1942/45 del Instituto Kaiser Guillermo de Física de Berlín, en pleno gobierno nazi. Tanto él como su equipo de colaboradores residieron en el Reino Unido todo el tiempo que fue necesario para colaborar al desarrollo nuclear de dicha nación.

El caso más emblemático es el de los EEUU. Werner von Braun, creador de los mortíferos cohetes conocidos como V 1 y V 2, que cayeron sobre la población civil de Londres y otras ciudades causando gran cantidad de víctimas, pasará a la historia como el padre del proyecto espacial norteamericano siendo sus trabajos el embrión de lo que luego será la NASA. Jamás fue acusado por su evidente pasado nazi, y de hecho se le otorgó la ciudadanía estadounidense, muriendo en su hogar adoptivo ya muy anciano.

El desarrollo aeroespacial planteaba toda una serie de desafíos imprevistos. Por ejemplo, en caso de llevar a un ser humano, por primera vez en la historia, al espacio exterior, debían conocerse y supervisarse cuestiones médicas vinculadas a una actividad totalmente desconocida. Para ello EEUU contó con la inestimable ayuda del médico alemán Hubertus Strughold, conocido como el padre de la medicina aeronáutica. Aunque más adelante se sabrá que éste científico había comenzado sus investigaciones en el campo de exterminio de Dachau, utilizando a los prisioneros como cobayas y sometiéndolos a todo tipo de crueles pruebas como hidratarlos con agua salada, someterlos a experimentos para comprobar cómo resistían distintos tipos de presión, entre otros.

Pareciera que von Braun y Strughold, al cruzar el Atlántico con destino a EEUU mágicamente borraron su pasado nazi y se convirtieron en héroes de la democracia.
Como bien apunta Stanley, “es por eso que los Estados Unidos debieron realizar varias embarazosas contorsiones diplomáticas para trasladar a expertos alemanes de la industria bélica a su país mientras se los negaba a la Argentina. El reclutamiento de los científicos por parte de Washington contravenía los acuerdos hemisféricos para reducir la influencia del Eje en la región.”
En conclusión, la frase acusatoria con la que comenzábamos, además de carecer de fundamentos serios y documentados -salvo por los pocos casos ya mencionados- parece haber sido utilizada como arma difamatoria contra la Argentina por haberse atrevido a encarar un proyecto industrial autónomo en áreas consideradas sensibles por las autoridades rusas, norteamericanas e inglesas.
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