
En una entrevista viralizada, Mario Pergolini afirmó que en un futuro cercano la inteligencia artificial generativa (IAG) reemplazará a los docentes en muchas de sus actividades actuales. Como era de esperar, fue durísima la reacción de muchos expertos educativos, acusándolo de no entender la especificidad de la educación y la necesidad de un vínculo humano en la transmisión de conocimientos. Pero los reproches eluden una respuesta honesta y rigurosa a una pregunta incómoda: ¿Es posible automatizar la enseñanza?
La simplificación y optimización del trabajo —desde el martillo y el arado hasta la plancha, o un brazo robótico industrial— muestran que las tecnologías permiten mejores resultados con menor gasto de energía humana. Esta automatización se acelera porque el capitalismo ya no vive de la escasez sino de la abundancia y las máquinas producen bienes, pero también otras máquinas que producen máquinas que producen máquinas: somos testigos del desenfreno maquínico.
La enseñanza también se automatizó y las escuelas son el ejemplo. Hasta el siglo XVII, la enseñanza era de un maestro a un alumno o a un grupo pequeño. Desde entonces, ese “uno a uno” se optimiza por medio de la sala de clase donde un solo docente le enseña los mismos conocimientos con el mismo grado de dificultad a un grupo grande de alumnos de la misma edad, lo que se amplifica con la conformación de grandes sistemas educativos. La nueva “tecnología escolar” permite enseñar “uno a muchos” y luego “muchos a muchísimos”, con métodos estandarizados y no personalizados que antes no existían.
Varios se opusieron a la nueva tecnología. John Locke, por ejemplo, señaló que en la escuela los niños aprenden más de sus compañeros que de sus maestros y que allí se adquieren tonterías. Pero ninguna queja detuvo la optimización de la enseñanza mediante escuelas.
Durante el siglo XX, la automatización de la enseñanza fue un objetivo central en los Estados Unidos y la Unión Soviética, que protagonizaron una suerte de “carrera espacial” pero con máquinas de enseñar que iban desde rudimentarias adaptaciones de máquinas de escribir hasta dispositivos complejos que se vendían en tiendas o que el gobierno distribuía en escuelas, creando el concepto de “tecnología educativa”.
Con computadoras personales e Internet, la automatización de la enseñanza se acelera en plataformas adaptativas que ofrecen actividades ajustadas a la dificultad del alumno, enseñanza en plataformas de acceso libre y gratuito donde podemos aprender a arreglar un calefón o entender a Hegel, enseñanza online a alumnos ubicados en cualquier lugar del mundo, bots y tutores virtuales que acompañan el aprendizaje, etc.
¿Por qué la enseñanza sería una excepción en los procesos de automatización del trabajo humano? El filósofo George Caffentzis muestra que este excepcionalismo es apenas una defensa de los trabajadores intelectuales que argumentan que lo suyo es algo especial. Lo mismo pensaban los maestros “uno a uno” del siglo XVII…
El punto que propone Pergolini es que la IAG comienza a resolver problemas concretos de automatización de la enseñanza. A eso agregaría que los nuevos modelos son muy intuitivos, no hace falta saber programar y son de acceso libre o bajo costo.
Sin embargo, hasta ahora la IAG no ha generado una tecnología específica de la enseñanza que modifique a las escuelas, solo productos que complementan pero no reemplazan. Es altamente probable que en poco tiempo una nueva tecnología basada en IAG va a emerger como surgieron los smartphones: efecto de la ciencia y del mercado y no de políticas educativas. Con el tiempo la iremos incorporando voluntariamente como lo hicimos con los celulares.
Por supuesto, quedan muchas preguntas aún sin respuesta: ¿Cambiará el trabajo docente asalariado? ¿Cómo serán las escuelas (o como se llamen)? ¿Qué sucederá con las tareas asistenciales y de cuidado de la infancia? ¿Cómo serán los procesos de socialización? ¿Qué impacto tendrá en los procesos cognitivos?
Bloquearnos frente a este debate fascinante por motivos corporativos o morales, o taponarlo frente al vértigo que nos causa ser testigos de esta aceleración exponencial no parece la mejor idea, ni siquiera para los herederos de Locke, quienes se oponen al tsunami como si su voluntad lo pudiera detener. Incluso a ellos, les va a venir bien más realismo y menos idealización. A todos nos va a brindar más capacidad para entender lo que viene; lo que ya llegó.
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