
Javier Milei, y por añadidura los principales referentes del gobierno libertario, atraviesan días de euforia y éxtasis que operan no solo como una suerte de sesgo de confirmación de que transitan por el “camino correcto” sino que también como un barniz legitimador que habilita a avanzar más rápido y a “ir por más”.
Tras la visita a Trump en su mansión de Mar-a-Lago, el trato dispensado y los elogios cosechados entre las huestes republicanas y los empresarios que apoyan al cuadragésimo presidente estadounidense, la tan mentada “batalla cultural” adquiere por estas horas ribetes inocultablemente místicos y peligrosos “delirios” de grandeza. Así como en algún momento el Presidente afirmó sin sonrojarse que “es el máximo representante mundial de las ideas de la libertad en el mundo”, esta semana el envarado presidente dijo ante empresarios locales que “Argentina vive su mejor momento de los últimos 100 años”.
Razones para albergar optimismo, es cierto, no faltan. En lo macroeconómico, son más que evidentes: la consolidación del descenso de la inflación, la estabilidad cambiaria, la fuerte caída del riesgo país, el récord de la bolsa porteña, la performance de los ‘papeles’ argentinos que cotizan en Wall Street, la mejora en la recaudación, el ingreso de dólares tanto por el blanqueo como por otros factores no estacionales, o el crecimiento del crédito privado, por mencionar algunos. En lo político, aunque más volátiles y coyunturales, también el oficialismo se apunta varios “logros”: el dominio de la iniciativa política, los éxitos de la narrativa anti-casta y el posicionamiento disruptivo, el “blindaje” parlamentario a vetos y decretos pese a su manifiesta debilidad parlamentaria, el desconcierto e inmovilidad de la oposición, el disciplinamiento de la mayoría de los gremios, el control de la calle, y el mantenimiento de la heterogénea mayoría social que lo apoya pese al ajuste más profundo llevado a cabo por un gobierno democrático, entre otras.
Ahora bien, una cosa es aprovechar un escenario favorable para profundizar una agenda, o para capitalizarlo en un proceso de acumulación política para consolidar y expandir la fuerza propia, y otra cosa muy distinta —y altamente peligrosa— es procurar convertir la política en religión.
Una tendencia que ya el mundo conoció trágicamente durante el siglo pasado y que se prolonga en el actual —aquí y en otras partes del globo— con consecuencias aún por verse, pero con sellos de identidad ya ampliamente conocidos: gobernantes que se convierten en “cruzados”, conflictos políticos propios derivados de la diversidad y heterogeneidad de la democracia que se convierten en verdaderas “batallas”, liderazgos que adquieren un marcado sentido mesiánico, mensajes que se convierten en sermones proféticos, políticas que se veneran en altares (el libre-mercado), cosmovisiones cuya validez pasa a considerarse “urbi et orbi” (incluso fuera de las fronteras, como en la ONU), decisiones que adquieren carácter de infalibilidad y que no admiten ni disenso ni explicación racional alguna, adversarios que se transforman en herejes (degenerados, ratas, zurdos, etc.), delirios a los que se adjudica carácter místico o potencial anticipatorio, ideas que se absolutizan en un sentido y no admiten definiciones alternativas (la libertad), gobernantes convertidos en “sumos sacerdotes”, entre otras peligrosas tendencias de marcado sesgo totalizante.
Es legítimo que Milei y sus adláteres perciban que los “astros están alineados”, que procuren apalancarse en este contexto favorable para consolidar y profundizar su proyecto y que, incluso, metafóricamente hablando invoquen el favor de las “fuerzas del cielo”. Sin embargo, algo muy distinto es creerse legitimado para sustituir lo que él ha dado en llamar el “partido del Estado” por una “religión de Estado”, con marcados sesgos totalizantes.
Y lo cierto es que no hablamos de religiones que apelan a la paz, el amor, la convivencia pacífica, la empatía y solidaridad con los que sufren, o el respeto por el prójimo, sino de una que promueve la intolerancia, la violencia (por ahora discursiva), los mensajes de odio, la humillación, la falta de empatía, el culto a la irracionalidad, entre otras tendencias preocupantes que desconocen los límites que imponen la democracia y el republicanismo.
Así las cosas, hoy más que nunca hay que insistir en que “las formas son el fondo”, y sin desconocer ni minimizar la legitimidad política y social de quienes nos gobiernan, abogar por la defensa de la secularización de la política, paradójicamente uno de los grandes logros de la democracia liberal en Occidente.
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