
Cuando apareció el fascismo (con origen socialista, tanto en Mussolini como en Primo de Rivera), algunos autores socialistas esgrimieron la teoría de que el fascismo era la última etapa del capitalismo, porque cuando el sistema fracasaba y los poderosos se sentían amenazados, pactaban con los fascistas eliminar las libertades democráticas a cambio de mantener sus propiedades. Había un socialismo que, además de la igualdad, se ocupaba de la libertad. Pero no se puede elegir una u otra. La libertad genera desigualdades naturalmente, porque con su libertad cada uno elige hacer cosas diferentes de las que otros eligen y los resultados son dispares, por lo que si luego alguien busca igualarlos (igualitarismo), debe eliminar la libertad. Esa eliminación de la libertad ajena es especialmente agradable para los autoritarios que, mientras lo hacen, aumentan su propio poder y ahí se genera otro fenómeno, el fenómeno central del fascismo, que es la tiranía.
En el socialismo dominante pasó eso, el igualitarismo se impuso, lo alejó de las libertades democráticas que algunos defendían ante el fascismo y lo llevó a practicar el más espantoso totalitarismo antiliberal y antidemocrático, el de los gulags y el de considerar a los hombres de carne y hueso como elementos sacrificables, disponibles, para desarrollar lo que esos grupos totalitarios definían como “la Historia” o “la Revolución”. Predicar el bien haciendo el mal.
La idea de que el capitalismo era la penúltima etapa de la historia, tenía varias fuentes. Una era considerar al capitalismo como un movimiento de la naturaleza, como una ola que iba a romper. Esa idea viene de Marx y Engels, que veían a la historia como si fuera una máquina que avanzaba y que iba a llegar a un lugar determinado. Es la idea de que todo –aún la historia y la economía– es una ciencia exacta como las ciencias naturales (cientificismo) y, entonces, si se comprendía la ciencia de la historia (el historicismo), se sabía para dónde iba a ir la humanidad. Marx y Engels inventaron además que lo que movía la ciencia histórica eran los intereses materiales de clase y que entonces la historia era simplemente la secuencia de la lucha entre propietarios que tenían medios de producción y proletarios que tenían solamente prole, hijos. La realidad es bastante diferente.
Después de la Primera Guerra Mundial, el austríaco Karl Popper cuestionó severamente al historicismo (de Platón a Marx), esgrimiendo que los seres humanos, actuando en libertad, hacían su propia historia y podían cambiar su rumbo. Otros dos austríacos (Mises y Hayek) sostuvieron que era en materia económica que los hombres se movían fundamentalmente por su propio interés material, pues la economía estudia los intercambios materiales. La teoría de la economía austríaca se basa en la idea de que cada acción que uno desarrolla tiene por finalidad ir a un lugar mejor que el anterior en el que estaba, es decir, busca perseguir el propio interés. Los austríacos se diferencian así completamente de las construcciones marxistas que sostenían que lo que mueve las acciones de las personas es la clase social a la que se pertenecen, en calidad de explotador o explotado, propietario o proletario.
Es notable cómo algunas construcciones mentales arbitrarias de unas pocas personas, como las ideas de clase, cientificismo, historicismo o igualitarismo, pueden afectar tanto a tantos seres humanos. Por esas ideas arbitrarias murieron más de 100 millones de personas en un siglo. Si uno habla con su vecino, percibe que las cosas son de otra manera y que es natural que el vecino junte unas verduras para comer más adelante (como lo hacen las hormigas o los osos) o que trate de acumular algunas cosas que beneficien en el futuro a sus seres queridos, como sus hijos, por ejemplo. En eso consiste la propiedad y eso no hace que nuestro vecino sea un explotador. Por el contrario, la propiedad suele hacer de nuestro modesto vecino un ciudadano ejemplar, que prospera en la vida junto con los suyos. También, si uno sigue hablando con él, verá que lo único que lo mueve no es su interés puramente material y su avaricia; hay vecinos compasivos, artistas, queribles y demás, que hacen la vida vivible.
Con respeto para los socialistas democráticos, que buscan aumentar la igualdad de oportunidades, seguramente sea bueno volver al sentido común humanista de ver que las personas tienen tres características: razón, capacidad de amar y apertura a lo sagrado. La razón lleva a buscar la verdad y la mejoría; la capacidad de amar enseña el sentido del bien; a la apertura a lo sagrado algunos la ejercen, otros no, pero es muy aleccionadora para quienes la ejercen. Por ese camino del sentido común (sentido que es lo que quieren cambiar los neosocialistas woke, con su ideología del goce y la confrontación), seguramente habrá posibilidad de respeto, responsabilidad, más paz y más progreso.
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