
¿Qué es más absurdo: que una empresa argentina multiplique por cuatro la calidad proteica de la soja con tecnología de punta, o que esa misma empresa tenga que patentar sus descubrimientos en Estados Unidos porque aquí tenemos las mismas restricciones que Venezuela? En el país del agro y la ciencia, nuestros investigadores están atrapados entre el siglo XXI y el siglo XX: capacidad de primer mundo con regulaciones del tercer mundo. Logramos lo más difícil y no hacemos lo más fácil, y en general el problema es al revés.
La innovación científica enfrenta dos barreras regulatorias distintas en Argentina. La primera es la protección de datos de prueba: mientras ocho países de nuestra región -desde México hasta Panamá- protegen la información generada durante años de investigación que demuestran que un desarrollo es seguro y eficaz, aquí cualquiera puede usarla gratuitamente apenas se genera. La segunda barrera es aún más grave: nuestros criterios de patentabilidad son tan restrictivos que contradicen los acuerdos internacionales de comercio (ADPIC). En este aspecto, solo Venezuela nos acompaña en tener las regulaciones más hostiles a la innovación de toda la región. Es una doble trampa que mantiene a científicos del siglo XXI trabajando con leyes del siglo pasado.
Cuando hablamos de propiedad privada y su inviolabilidad, tal como reza el primer punto del Pacto de Mayo, recientemente suscripto e impulsado por el Presidente, no se trata solo de los bienes tangibles como la tierra, sino también de los intangibles, como los producidos por la creatividad e inteligencia humana. Tal como ocurre en la mayor parte del mundo, es una discusión que necesita salir del oscurantismo culposo.
Los números demuestran el costo de esta desidia: en 2022, Argentina atrajo inversiones en investigación clínica por 510 millones de dólares, y el año pasado fue una cifra muy similar, casi la mitad de toda la inversión privada en I+D del país. Parece impresionante hasta que vemos el panorama global, solo por poner un ejemplo, en 2023 el mundo invirtió más de 210 mil millones de dólares en investigación clínica. Nuestra participación actual está al menos a un tercio de nuestro verdadero potencial, una brecha que podríamos cerrar en apenas dos años con las regulaciones adecuadas.
¿No me creen? Los invito a conocer a la empresa Moolec, fundada por el argentino Gastón Paladini y que es parte del Grupo Bioceres. Empiezo por el final: cotiza en Nasdaq, tiene su aprobación en la USDA y entró en la fase final de prueba con la FDA en Estados Unidos. Sin embargo en Argentina está enmarañado en nuestro océano de burocracias de algo que podría ser absolutamente disruptivo para la industria de la soja. Crearon una modificación genética de la semilla de soja, a la que con “molecular farming” le insertan genomas de cerdo, multiplicando por cuatro su calidad proteica. Potencialmente podría multiplicar por dos y hasta cuatro veces el valor de la tonelada de soja. Sí, en nuestro país, que exporta soja, mucha soja.
Potencialmente, soñando, son innovaciones tecnológicas que en el tiempo permitirían por aumento de la rentabilidad disminuir la presión tributaria y fomentar circuitos virtuosos de inversión en ciencia.
O bien el caso de Julieta Porta, una mendocina de 25 años que fundó Sphere Bio, una startup de salud que pretende crear una vacuna que modifique el ARN mensajero para que nuestras células detecten células cancerígenas y las destruyan. Es decir, no curar el cáncer: que ya no exista. Si lo lograra sería realmente difícil que lo patente en su propio país. De esta manera queda expuesta a tener que hacer todo tipo de malabares burocráticos en otros países en donde, como ustedes saben, cada centímetro de energía que uno le dedica a eso no se lo dedica a lo suyo y más grave aún, en una industria muy competitiva con actores grandes a nivel global. Un grupo de científicos argentinos liderando un desarrollo disruptivo, sin la protección regulatoria adecuada y rodeados de un ecosistema de empresas grandes y transnacionales, pueden imaginar cómo es lidiar con esto.

Sabemos que el cambio es posible porque ya lo hemos visto. En 2017, durante la presidencia de Mauricio Macri, la ANMAT modernizó sus procesos, reduciendo drásticamente los tiempos de aprobación. El resultado fue explosivo: la inversión en investigación clínica creció un 149,5%. Pero hoy estamos a mitad de camino, dejando sin explotar gran parte del potencial económico que esta modernización podría generar.
Es frustrante ver cómo en la Cámara de Diputados los mismos políticos que en campaña se llenan la boca hablando de “nuestros científicos” y “el valor de la ciencia argentina”, cuando llega la hora de votar instrumentos concretos como UPOV91 para proteger las patentes biotecnológicas o la adhesión al PCT (Tratado de Cooperación en materia de Patentes), esconden la mano siguiendo el ejemplo de sus líderes. La hipocresía tiene un costo: cada “no” a estas herramientas jurídicas es un “sí” a la fuga de innovación. Sí, les juro que es así de simple, por un lado adherir a los estándares internacionales y por el otro derribar las regulaciones internas que contradigan estos estándares internacionales.
A la vez hay herramientas innovadoras en distintos países de nuestra misma región como el “fast track”, son tratamientos burocráticos ágiles que le dan prioridad al análisis de proyectos en función de los intereses estratégicos del país. También nuestro país podría dar un tratamiento distinto y bien acelerado a registros que ya hayan pasado por la auditoría de los países más exigentes del mundo.
La paradoja resultante es cruel: en nombre de facilitar el acceso a medicamentos, creamos un sistema que nos deja fuera del mapa de la innovación médica global y, paradójicamente, encarece los tratamientos. En otros países, cuando vence una patente, la competencia reduce los precios naturalmente. Aquí, encontramos el absurdo de “copias” más caras que el original. El sector agropecuario demanda una reducción de las retenciones cuando podríamos tener un aumento de la rentabilidad por incorporación de nueva tecnología de semillas y reducir el porcentaje de la presión tributaria sin desfinanciar al estado. Todos podrían ganar.
El costo de la inacción no se mide solo en dólares perdidos. Se mide en tratamientos que nunca llegarán a nuestros pacientes, en investigadores que migrarán buscando horizontes más prometedores, en una industria del conocimiento que nunca alcanzará su verdadero potencial.
La paradoja tiene solución: mientras Venezuela se hunde en el atraso, nosotros podemos dar el salto al futuro con un simple cambio de normas. Hoy Argentina tiene la mitad de patentes anuales que hace 12 años cuando se hizo la última reforma del sistema de propiedad intelectual. No requiere presupuesto ni reformas complejas. Solo necesitamos que los políticos que aplauden a la ciencia en público, la defiendan también cuando hay que votar las leyes. El reloj corre: cada día que seguimos con regulaciones del siglo XX, perdemos otra oportunidad de innovación del siglo XXI.
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