
Hace pocas semanas murió Roberto Cortés Conde, destacado profesor argentino de historia económica; de una señera y prolongada referencia internacional; catedrático emérito en excelentes universidades del país y profesor visitante de las más prestigiosas universidades de los EEUU.
Autor de muchos y excelentes libros de historia económica argentina, regional y mundial. Sus exposiciones y textos nos dejan enseñanzas muy valiosas y oportunas para comprender mejor el complejo, y muchas veces calificado como caótico, escenario político y económico nacional actual.
Más recientemente, otorgaron el Premio Nobel de Economía a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson; académicos premiados por sus estudios acerca de cómo se conforman las instituciones, tanto públicas como privadas, y cómo estas afectan a la prosperidad.
La hipótesis institucional
La también llamada hipótesis “no económica” (aunque en realidad lo es) de los desempeños de las naciones. En los casos de Acemoglu y Robinson (con la colaboración de Johnson) en su libro “Por qué fracasan los países”, entre otras naciones incluyen el siempre muy desconcertante caso de Argentina en sus reflexiones, porque pese al potencial de sus recursos registra altísimos indicadores de pobreza.
Con la hipótesis de la calidad relativa de las instituciones surge una directa y plena conexión entre ambas circunstancias. El profesor Cortés Conde siempre sustentó su continuo análisis de la historia económica en un hecho esencial: el intercambio libre y voluntario de los bienes y los servicios entre las personas, las empresas y las naciones, siempre diferentes, tanto en sus habilidades individuales y colectivas como en sus preferencias.
Enseñaba que justamente en ello radica el porqué de los intercambios. Siempre trocaremos tanto aquello que preferimos más por lo que gustamos menos, como lo que sabemos hacer mejor por lo que otros saben hacer mejor.
De allí nació la innegable especialización y la llamada división del trabajo, que tanto contribuyó al progreso global y conjunto de la humanidad.

A estos intercambios comerciales los hacemos siempre después de haber enfrentado, con una mayor o menor eficiencia relativa, los costos de la producción de los bienes y servicios, esto es la productividad; adicionando luego los no menos determinantes costos denominados de transacción, que fueron definidos por otro Premio Nobel anterior, Ronald Coase, que establecen la crucial competitividad. A los intercambios los realizamos así mediante lo que genéricamente llamamos instituciones.
Estas, a su vez, pueden ser, desde un relativamente breve conjunto de reglas muy primitivas, como las llamadas in pectore, los implícitos usos históricos, las convenciones, las señas, las costumbres, los códigos no escritos de las conductas, etc. Hasta mediante muy sofisticadas formas de inclusión de información, como lo son actualmente los llamados contratos inteligentes.
Incluso ambas tipologías extremas pueden resultar difusas o subjetivas para quienes no las comparten y, por ende, resulta de disímiles cumplimientos. Lo que importa es su condición de racionalidad prodesarrollo, su validez en el largo plazo, la aceptación generalizada y la suficiente confiabilidad de las sociedades en ellas.
Resulta especialmente determinante que los incentivos sean los correctos para llevar a cabo, a los menores costos posibles agregados de producción y transacción, los fines para los que fueron creados los bienes y servicios, en una economía dada. Porque siempre se actuará en un contexto de una ineludible restricción de presupuestos privados y públicos.
Las instituciones, como instrumentos de las transacciones, obviamente también tienen costos y beneficios: Hay que buscar (y encontrar) a quienes desean lo que vendemos y, simultáneamente, buscar (y también encontrar) a quienes disponen y venden lo que queremos comprar.
Una institución es eficiente, tanto en términos económicos como simultáneamente sociales, cuando colabora objetivamente, incluso con el acompañamiento del enforcement necesario, con el progreso de la sociedad en su conjunto, y no sólo con la conveniencia de quienes integran la institución (generalmente empleados y proveedores).

O sea, son prodesarrollo cuando la utilidad que prestan al bienestar general es mayor a su costo. Una institución puede ser diseñada y nacer eficiente y, con el tiempo, dejar de serlo. Las continuas innovaciones tecnológicas actuales contribuyen a disminuir sus costos y a incrementar sus beneficios; pero a su vez, modificar una institución es también muy costoso.
Siempre habrá personas y grupos sectoriales que resistirán a los cambios en las instituciones; sencillamente porque perciben que en sus microeconomías, sus costos de corto plazo resultan evidentes e ineludibles; mientras que sus beneficios, generalmente de mediano y de largo plazo, aún son difusos y difíciles de captar anticipadamente. No modifica su posición de resistencia al cambio o a la reforma la evidencia de la conveniencia general, aun cuando está pudiese resultar incluso cuasi inmediata.
En esa cuestión temporal del perfilado de los costos y de los beneficios (de la microeconomía de los afectados directamente y de la macroeconomía del bienestar general) está la clave del logro de un eventual consenso.
Por ello, se dice que los cambios y las reformas siempre necesitan de financiamiento; y cuanto más estructurales y demorados han sido, precisan de más financiación aún. El problema para las administraciones surge cuando las resistencias antiprogreso, por una arraigada idiosincrasia cultural contra los fundamentos del desarrollo, logra que el costo de cambiar resulte mayor que el costo de continuar aún con la institución obsoleta.
La institución subsiste aun cuando su utilidad económica y social resulta inferior a sus costos y así, el desarrollo se posterga, a veces indefinidamente. Esto explicaría porque, incluso en los países ya desarrollados, a veces los progresos económicos no resultan lineales.
La evidencia empírica demostraría que las instituciones pueden hasta no cambiar nunca espontáneamente, introduciendo así a los países, en un subdesarrollo, que inicialmente puede parecer sostenible en el largo plazo, pero que siempre, más pronto que tarde, introduce a las naciones con instituciones permanentemente obsoletas en la decadencia relativa y el atraso continuo.
Han transcurrido ya más de 70 años desde mediados del pasado siglo XX y, desde entonces aún se ha logrado en la Argentina duplicar el PBI por habitante. Otros países de la propia región de Latinoamérica lo hacen cada 2 décadas. La hipótesis institucional pega de lleno.
El autor es miembro de la Fundación Pensar Santiago del Estero
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