Existen fechas que, con sólo nombrarlas, nos traen a la memoria trágico eventos imposibles de olvidar. ¿Cómo no estremecerse al recordar aquel, no tan lejano, 11 de septiembre? ¿Cómo no sentir escalofríos al pensar en el 7 de octubre?
Hace un año atrás escribí en este mismo espacio una nota titulada: “Antisemitismo: ¿qué se enseña en nuestras escuelas”? La misma se preguntaba, frente a las atrocidades cometidas por la organización terrorista Hamas, frente a los asesinatos, torturas, violaciones y secuestros de niños, jóvenes y ancianos, muchos de los cuales perduran hoy en día; frente a tantos hechos que prefiero no describir aquí, incompatibles con la misma definición de ser humano, ¿qué se enseña en nuestras escuelas?
El brutal atentado del 7 de octubre ha despertado uno de los prejuicios más antiguos de la historia de la humanidad: el antisemitismo. ¿Cómo se ha tratado el tema en nuestras aulas?
La masacre del 7 de octubre ha sido seguida por una ola de antisemitismo en todo el mundo. En Europa, hemos visto ataques a sinagogas y comunidades judías en Francia, Alemania y Reino Unido, donde la violencia y las amenazas han crecido de manera hasta increíble. En Estados Unidos, las universidades han sido escenario de manifestaciones y actos de odio hacia estudiantes judíos, con casos documentados de acoso, discriminación y la difusión de estereotipos antisemitas, en numerosos campus. Es claro que esto no sólo afecta a los estudiantes judíos, sino que también pone en riesgo los valores de diversidad y respeto que deberían prevalecer en instituciones académicas; como muestra basta un botón, los eventos acaecidos en el campus de Columbia University hablan por sí solos.
Nuestro país no ha sido la excepción. En la Argentina hemos sido testigos del resurgimiento de este odio irracional: pintadas antisemitas en espacios públicos, amenazas directas a instituciones judías y la circulación de discursos de odio en redes sociales, constituyen prueba fehaciente de ello. Es claro que, a partir del 7 de octubre, el antisemitismo ha vuelto a la superficie con inusitada virulencia. ¿Cómo es posible combatirlo si no es mediante la educación de las nuevas generaciones?
¿Cuánto se ha enseñado en nuestras escuelas al respecto? ¿Qué espacio, por ejemplo, se dedica a analizar el Holocausto no sólo como un hecho histórico, sino como una tragedia humanitaria que nos recuerda lo que puede ocurrir cuando el odio irracional no es frenado? Hoy, como en el Holocausto, las víctimas de Hamas no son solo números; son seres humanos con vidas, familias e historias truncadas por la peor de las barbaries.
A menudo hablamos de la importancia de la educación en valores, de enseñar a los niños y jóvenes sobre la discriminación, la pluralidad y el respeto por las diferencias. De enseñarles que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos, más allá del color de nuestra piel, nuestro género o cualquier otra característica que nos diferencie como seres humanos. Yo me pregunto, en virtud de ello, ¿qué se ha enseñado sobre antisemitismo en nuestras escuelas a partir del fatídico 7 de octubre?
¿Qué estamos haciendo para que nuestros niños y jóvenes repudien la irracionalidad de este odio ancestral? ¿Estamos dándoles las herramientas necesarias para comprender y rechazar el antisemitismo, o estamos permitiendo que crezcan en la ignorancia, perpetuando un prejuicio incompatible con la dignidad humana?
Me atrevo a intuir que estamos haciendo mucho menos de lo requerido para permitir que futuras generaciones, frente al horror que hoy enfrenta la humanidad, no reaccionen como hemos sido testigos durante este último año, ignorándolo; sino que, por el contrario, se solidaricen con su compañero de aula, con su vecino, con su colega en el trabajo, quien hoy llora por la suerte corrida por familiares, amigos, o sencillamente por otros seres humanos víctimas de las atrocidades llevadas a cabo por el grupo terrorista Hamas.
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