
¿Otra vez se va a ampliar la Corte Suprema? Había trascendidos, pero hace algunas semanas, al disertar en un almuerzo del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, la vicepresidente de la Nación, Victoria Villarruel, anunció que había un proyecto concreto que impulsaba el oficialismo. Trascendió después que en una reunión privada, el presidente de la Nación, Javier Milei, le habría indicado a Mauricio Macri que no impulsaría la ampliación; sin embargo, en una entrevista periodística, luego de señalar que el tema no estaba en su agenda, no lo descartó de manera tajante. Entre tanto se difundía que Cristina Kirchner exigiría la ampliación del tribunal para poder colocar en él a dos personas afines a ella como condición para otorgarles el acuerdo senatorial a Ariel Lijo y Manuel García Mansilla.
Si esta iniciativa avanza, se tratará de una muy mala noticia para la salud de la República. Desde el nefasto juicio político mediante el que el peronismo, en sus albores, destituyó a cuatro de los cinco jueces de la Corte Suprema, y logró que el alto tribunal fuera unánimemente adicto, muchos gobiernos intentaron moldearlo a su gusto.
Carlos Menem, que no tenía las mayorías para realizar el juicio político que permitiera la destitución de algunos de sus integrantes, apeló a la ampliación de la Corte, respecto de lo cual sólo se necesita mayoría simple. Néstor Kirchner, a su turno, consiguió las mayorías necesarias para remover por juicio político a algunos miembros.
La versión que hizo pública la vicepresidente es verosímil. Ya Rodolfo Barra, el Procurador del Tesoro, había manifestado su preferencia por una Corte de nueve jueces, como los que había cuando Menem amplió el máximo Tribunal que justamente aquél integró. El antecedente inmediato es un proyecto de Alberto Fernández, que obtuvo media sanción del Senado. En ese momento, la mayoría peronista acordó elevar el número a quince. Inicialmente proponían la friolera de veinticinco, pero el proyecto no prosperó en la Cámara de Diputados. Ante ese fracaso, el kirchnerismo, en su hora crepuscular, intentó formar juicio político a todos sus integrantes, lo que dio lugar a un espectáculo bochornoso en la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados. Esa farsa no tenía destino, porque no se contaba con las mayorías necesarias, pero intentó, sin éxito, desviar la atención de la grave situación económica y social.
La idea de ampliar la cantidad de integrantes está inevitablemente contaminada de sospechas. Hace setenta y siete años que los gobernantes han querido designar a sus propios candidatos en la Corte. El presidente Bartolomé Mitre sabía que, entre sus adversarios políticos, existían desconfianzas acerca de las personas con quienes él propondría para integrar la Corte Suprema en 1863. Por esa razón eligió para cubrir esas vacantes a juristas que no pertenecían a su partido, sino que, más bien, simpatizaban con la oposición. Apenas transcurrieron unos meses de su instalación y la Corte falló, unánimemente, en contra de dos decretos de Mitre. El presidente acató en silencio. Luego, con el correr de los años y de las diferentes administraciones, los reemplazos ocurrirían por renuncia o por fallecimiento de alguno de sus miembros. Nunca en ese pasado -que se extendió hasta 1930- la Corte Suprema fue objeto de ataques sistemáticos de connivencia con el poder político como ocurrió en épocas posteriores.
La Corte se transformó con el tiempo en una suerte de botín de guerra que, con algunas pocas excepciones, han reclamado muchos gobernantes. De aquí que volver en estos momentos sobre su ampliación inevitablemente expondrá al gobierno actual a las mismas sospechas que han existido en el pasado. Porque si la Corte tiene problemas que merecen inmediata atención, la cantidad de sus miembros no es uno de ellos.
La Constitución no precisa el número de ministros de la Corte. Lo deja librado a la decisión del Congreso. Ese número hoy es cinco. Podría ser nueve o quince. La cuestión no se puede analizar en abstracto, porque lo que verdaderamente importa es que no haya cambios abruptos en la composición del tribunal, que puedan favorecer a un determinado sector político.
Como el más alto tribunal de la República, cuyas decisiones son finales, la Corte debe estar integrada por jueces ejemplares, de alta idoneidad técnica e impecable conducta personal. La República descansa, en último término, en el Poder Judicial, aunque este no tenga, como escribió famosamente Hamilton en El Federalista, ni la bolsa ni la espada. Porque ni la Constitución ni las leyes se aplican por sí solas. Todos los jueces deben ser independientes y confiables, pero mucho más los de la Corte Suprema. La seguridad de que interpretarán y aplicarán el derecho de manera imparcial es la mayor garantía de nuestros derechos.
La pretensión de que con una Corte más amplia cada sector político podrá “meter la cuchara” en la Corte será camuflada con solemnes argumentos de género y hasta de federalismo, como en el insólito proyecto kirchnerista de un tribunal de 25 miembros, especie de Senado jurisdiccional en el que los jueces serían “representantes” de los gobernadores. Pero no hay que engañarse: solo se trataría de conseguir un blindaje de impunidad y de un menor control efectivo de constitucionalidad.
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