
Nuestra Corte Suprema se encuentra a un paso de la parálisis. Compuesta formalmente por cinco miembros, es la más pequeña de Occidente. Hace más de mil días que opera con apenas cuatro jueces. Y, a partir de diciembre, quedará reducida a sólo tres. Esta situación es insostenible y debe ser resuelta con urgencia por el Senado de la Nación.
El daño que deriva de tener una Corte pequeña e incompleta se proyecta en dos planos. Por un lado, es probable que el tribunal caiga en un virtual receso apenas el juez Maqueda se retire obligadamente. A partir de ese momento, la disidencia de un solo juez puede impedir alcanzar una mayoría. Peor aún, la ausencia de un miembro en los acuerdos imposibilitaría la formación del quórum necesario para tomar cualquier decisión. En la práctica, la Corte podría quedar anulada. El resultado sería un golpe fatal al funcionamiento del Poder Judicial.
Para la sociedad, la crisis sería aún más nociva. Ante la vacancia de jueces titulares, toda disidencia obliga a recurrir al sorteo de subrogantes o conjueces. La demora, que ya es endémica, se incrementará irremediablemente. A su vez, es obvio que los fallos dictados con el voto de jueces suplentes no alcanzan la misma autoridad política e institucional que aquellos dictados por titulares. La Argentina no puede darse el lujo de sumar dilaciones o mayores cuotas de incertidumbre a un sistema legal que ya es tortuoso.
En la hora actual, quienes tienen la responsabilidad política de evitar la catástrofe son los jefes del Senado. Los pliegos del juez Lijo y del Dr. García-Mansilla fueron presentados por el Poder Ejecutivo hace meses, con amplia publicidad. La sociedad civil participó activamente, adhiriendo a las candidaturas o formulando objeciones. Las audiencias públicas se realizaron hace más de un mes. No existe, pues, justificación alguna para dilatar la votación más allá de noviembre, cuando se cierra el período de sesiones ordinarias.
La Constitución, a partir de 1994, exige una mayoría de dos tercios para la aprobación de los pliegos de los jueces del máximo tribunal. Frente a una Corte que ahora es de cinco, este requisito debe cumplirse con la mayor diligencia. La reforma le dio al Senado un gran poder, que conlleva también una gran responsabilidad: debe ejercerse de manera rápida y en beneficio del funcionamiento del sistema de gobierno.
Si esta responsabilidad agravada no se cumple fielmente, debemos ser nosotros quienes exijamos a nuestros representantes que actúen. Los senadores tienen amplia discrecionalidad para confirmar y completar la integración de la Corte tal como propuso el Ejecutivo, o para rechazar las nominaciones si las objeciones lo justifican. Pero la ambigüedad o la dilación son inaceptables.
Como enseñan Madison y Hamilton en “El Federalista” 57, 66 y 77, en una república democrática sana, estas conductas deben ser especialmente reprobadas y, en su caso, castigadas por el electorado.
La importancia de una Corte Suprema completa y operativa debería estar por encima de cualquier cálculo faccioso. Un tribunal paralizado nos condena a todos a más pobreza y desamparo. La integridad y la eficiencia de nuestro máximo tribunal son esenciales para la seguridad jurídica y la protección de los derechos fundamentales. El Senado, y en particular quienes lideran cada espacio político, tienen que estar a la altura de su mandato y evitarnos una nueva tragedia institucional.
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