
Hace exactamente 32 años, en una tarde teñida con colores casi otoñales, el terrorismo internacional irrumpía en Argentina de una manera abrupta y desgarradora. Aquel 17 de marzo, la paz y la tranquilidad de Buenos Aires fueron brutalmente interrumpidas, dejando una huella imborrable en el corazón de la nación y en la memoria colectiva de su pueblo. Una huella profunda, y una herida abierta que aún hoy, décadas después, sigue sangrando en espera de justicia.
El ataque a la Embajada de Israel en Argentina, seguido dos años más tarde por el devastador atentado a la AMIA, se convirtieron en claros ejemplos de cómo el terrorismo, esa plaga que no conoce de fronteras ni límites, puede golpear en cualquier lugar, atentando contra la esencia misma de nuestra humanidad y desafiando nuestros valores más fundamentales. Estos ataques no solo mostraron la vulnerabilidad de las naciones frente a actos de terror sin precedentes, sino que también nos confrontaron con la triste realidad de que nadie, independientemente de su ubicación geográfica o condición social, está a salvo de esta amenaza global.
En este nuevo aniversario, nuestra memoria colectiva se activa no solo para honrar a las 29 víctimas y a sus familias, que sufrieron la pérdida irreparable de sus seres queridos, sino también para reflexionar profundamente sobre la naturaleza persistente y cambiante del terrorismo. Este año, la conmemoración adquiere una dimensión aún más significativa a la luz de los recientes ataques de Hamás contra Israel en octubre pasado, que nos recuerdan dolorosamente que el flagelo del terrorismo sigue siendo una amenaza vigente y latente. La posible intervención de Hezbollá, autor material de ambos atentados en suelo argentino, en el conflicto actual, nos hace revivir los fantasmas de un pasado doloroso y nos obliga a enfrentar las secuelas de estas tragedias.
Hoy, poco más de cinco meses después del 7 de octubre, mientras 130 personas aún siguen secuestradas en la Franja de Gaza, el odio quiere ganar la partida. El antisemitismo inunda foros y redes sociales, y en muchas partes del mundo, se hace eco hasta en las universidades. Pero no se lo vamos a permitir. Porque conocemos el odio en su cara más terrible, en su máxima expresión. Eso es el terrorismo.
La memoria de estos atroces actos debe trascender el simple recuerdo del dolor y la pérdida. Debe ser un catalizador para la acción, instándonos a trabajar de manera incansable y conjunta para prevenir nuevos ataques. Es imperativo fortalecer nuestros esfuerzos de seguridad, fomentar el diálogo y la comprensión entre las naciones, y combatir las ideologías extremistas que alimentan estos actos de barbarie.
Asimismo, es crucial reconocer que la lucha contra el terrorismo no es una tarea que recae únicamente en los hombros de un país o una comunidad; es un desafío global que demanda una respuesta global. La cooperación internacional, el intercambio eficaz de información de inteligencia y un compromiso inquebrantable con la defensa de los valores democráticos y los derechos humanos son piedras angulares en este esfuerzo mancomunado. Solo a través de la unidad y la solidaridad internacional podemos esperar desmantelar la red de odio e intolerancia que alimenta al terrorismo.
Este aniversario nos invita a reflexionar sobre nuestro papel en la construcción de un futuro más seguro y pacífico. Nos recuerda la importancia de promover un mensaje de paz, tolerancia y respeto mutuo, frente a las ideologías de odio que buscan dividirnos. Debemos llevar adelante la memoria de aquellos que hemos perdido como un faro de inspiración para construir un mundo mejor.
Que este aniversario nos impulse a renovar nuestro compromiso con la paz y la justicia, recordándonos que, frente a la oscuridad del terror, nuestra luz colectiva de esperanza, solidaridad y resiliencia puede y debe brillar con mayor fuerza. En memoria de las víctimas, en honor a su legado, sigamos adelante, unidos en nuestro deseo de un futuro donde prevalezcan la paz y la seguridad para todos.
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