
Transcurridos apenas los primeros 75 días del gobierno de Javier Milei, y pese a que la macroeconomía comienza a responder a los proclamados objetivos del brutal plan de ajuste y los mercados parecen acompañar algunas de sus medidas, se multiplican los interrogantes respecto a la gobernabilidad futura, tanto por la proliferación de conflictos políticos que enfrentan a un gobierno en absoluta minoría en el Congreso y sin representación territorial, como por los potenciales conflictos sociales que se derivan del ajuste.
En el plano macroeconómico, en las filas del Gobierno están convencidos de que los resultados están llegando más rápido que lo previsto: el superávit financiero, la caída de los dólares “libres” (que suelen ser un indicador de las expectativas), la fuerte acumulación de reservas del Banco Central (8 mil millones de dólares) y una inflación que pareciera empezar a mostrar finalmente un sendero de desaceleración (para febrero podría estar en 15%), son para Milei algunos indicadores de una situación que, incluso, permitiría pensar en acelerar algunas medidas que estaban previstas para más adelante, como el levantamiento del cepo o la competencia entre monedas.
Sin embargo, se trata de un panorama que está muy lejos de ofrecerle a la sociedad buenas noticias para los bolsillos golpeados por la liberalización de los precios en un inminente escenario de estanflación. Si bien la mayoría de las encuestas muestran una leve caída en la imagen presidencial y el apoyo social a la gestión, al menos por ahora, logra eludir un escenario de descontento o hartazgo social que horade significativamente su legitimidad de origen.
Quizás conscientes del acuciante desafío respecto al alcance y la duración del crédito social del gobierno, lo que remite nada más ni nada menos que a la tolerancia social al ajuste, el Gobierno ha venido fortaleciendo la construcción de la narrativa anti-casta. Si bien este relato se ha revelado -hasta el momento- eficaz, lo que le está permitiendo al Gobierno ganar un valioso tiempo para continuar con su agresiva política de ajuste y recorte del gasto, su éxito depende de que sus bases de apoyo en la opinión pública perciban que la carga principal del ajuste recae y recaerá sobre “casta” y no la gente.
En el contexto de unos próximos meses en los que impactarán nuevos aumentos en transporte, salud y educación, con salarios que seguirán corriendo por detrás de la inflación, el riesgo es que el estiramiento conceptual de la cada vez más amplia y difusa categoría de “casta” multiplique y profundice los conflictos políticos y sociales, y acaba horadando rápidamente la gobernabilidad.
Lo acontecido esta semana es, sin dudas, una demostración cabal de estos riesgos. A 5 días de la asamblea legislativa que marcará el inicio de las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, y mientras el gobierno pensaba en cómo dar vuelta de página tras es tropiezo de la ambiciosa “Ley de Bases” para enviar varios proyectos de ley que abordarán los tópicos incluidos en el trunco paquete de reformas, estalló un conflicto con los gobernadores que amenaza con escalar a niveles inéditos.
Lo paradójico es que el conflicto estalló justo cuando desde algunas terminales del oficialismo se había empezado a buscar recomponer la relación con los mandatarios provinciales, que había quedado muy dañada después de que el propio presidente acusó a varios de ellos de “traidores” y “extorsionadores” por no haber apoyado la Ley Ómnibus.
También llamó la atención que todos los puentes con los gobernadores se dinamitaron mientras se especulaba con algún tipo de acuerdo político (más un interbloque que una construcción coalicional), que hoy parece muy lejano a la luz del hecho de que los principales protagonistas de la resistencia “federal” al ajuste son los propios gobernadores del ex Juntos por el Cambio y el PRO en especial.
La respuesta del Gobierno al reclamo iniciado por el joven gobernador chubutense del PRO Nacho Torres, fue casi calcada a la que tuvo lugar tras el fracaso de la Ley de Bases: ubicar a todos los que manifestaron críticas en las huestes de la “casta”, equiparándolos con las posiciones de la oposición más frontal que representan gobernadores peronistas como Kiciloff, y llegando al extremo de compararlas con jugadas “chavistas”.
El riesgo es, a todas luces, evidente. Es que la sustentabilidad del proyecto de Milei no depende solo de la impredecible evolución del “clima social”, sino de la construcción de un masa crítica de respaldo político que, supuestamente, debía nutrirse de legisladores de bloques afines y/aliados (Pro) y “dialoguistas” (el bloque “Hacemos Coalición Federal” presidido por Pichetto, y parte del radicalismo), así como de gobernadores dispuestos a un diálogo tendiente a alcanzar acuerdos de gobernabilidad.
Así las cosas, aunque el relato libertario pueda ser transitoriamente funcional al ajuste, lo cierto es que el Milei discursivamente confrontativo parece erigirse como el principal enemigo del Milei y su ambicioso programa de transformaciones. En este sentido, mientras Milei aprovecha para capitalizar y potenciar la fragmentación para construir gobernabilidad en la confusión, va quemando todos los puentes para construir los acuerdos básicos que le permitan gobernar estos tiempos tan complejos.
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