
Con el DNU 70/2023 y la denominada Ley Ómnibus, como tantas veces anteriores, se tiene la sensación de que se está ante una última oportunidad antes del temido colapso. Ha llegado el momento de encarar el rumbo correcto con políticas de Estado de largo plazo, compartidas inevitablemente entre actuales enemigos que han sido gestores directos o indirectos de la actual situación y que se tratan entre sí con formas que no favorecen los acercamientos necesarios.
Los datos sobre todos los aspectos del empleo son alarmantes. Y se extienden como una decadencia constante que oscila desde hace más de 70. Salvo ligeras variantes de corto plazo, la tendencia es marcadamente negativa. Las encuestas oficiales y privadas coinciden. Las opiniones de los especialistas también.
La pobreza ronda la mitad de la población total y las tres cuartas partes del segmento de niños y adolescentes. El desempleo, el crecimiento desmesurado del gasto público, la elevada presión fiscal, la fuga de capitales, la desinversión privada, el estancamiento y caída de la actividad, y cualquier otra referencia, tornan muy difícil hacer un análisis con mensajes optimistas.
Se debe gestar un acuerdo político y social para encarar políticas compartidas que se enfoquen en corregir las causas de los graves males que acumuló la Argentina.
Un acuerdo político como el tan mencionado de La Moncloa, requeriría la participación de los principales sectores del oficialismo y de la oposición constructiva, en un marco de diálogo actual que se caracteriza por un destrato perturbador que no lo favorece.
A diferencia de ese acuerdo de España al momento de la caída del franquismo -acuerdo al que se sumaron luego los pactos inter confederales suscriptos por los actores sociales-, en el caso local los representantes de todos los sectores, lamentablemente, no están en condiciones de disimular que lo hecho por cada uno, en los más de 70 años precedentes, no han sido parte del problema que ahora requiere la urgente elaboración de diagnósticos y soluciones creíbles.
Si ese reconocimiento implícito de culpa muy difícil ocurriese (aunque suena ingenuo), también deberían proceder de igual modo los actores sociales, anteponiendo objetivos de bien común como verdaderos fines perseguidos por quienes asuman el papel de representantes.
El costo político de ese acto de contrición, muy difícil de asumir, es lo que despierta más pesimismo y menos esperanza.
El Estado juega un papel esencial
Todos los datos negativos que se descubren son resultado de un manejo irresponsable del gasto público, responsabilidad absoluta del sector político.
La inflación, ya récord en todo el mundo, es consecuencia del déficit fiscal, cubierto por emisión monetaria sin sustento o con endeudamientos en condiciones calamitosas. Y el déficit se debe a un gasto público mayormente ineficiente y desmesurado, en todos los ámbitos (nacional, provincial y municipal).
A su vez, uno de los principales componentes del gasto público que se ha venido desbordando es el empleo en la administración de gobierno en todos los niveles, llevado a un estado insostenible, cuya reversión exigirá el mayor esfuerzo de toda la sociedad. Y nuevamente, en paralelo, el reconocimiento por parte de los sectores políticos y actores sociales de la responsabilidad que les cabe por la situación actual.
¿Qué actitud asumirían los actores sociales ante un plan de reestructuración del nivel de empleo público sin puestos de trabajo disponibles en el sector privado? ¿Cómo alentarían una reforma en sus ámbitos que permitiese una inversión externa suficiente y sostenible sin apoyos engañosos del Estado?
No sería correcto dejar un sistema laboral desactualizado e ineficiente, con cargas impositivas insoportables, a quienes han mantenido sus inversiones en el país, y ofrecer engañosamente un escenario sustentable y atractivo a las inversiones posteriores que se procure seducir.

Sin inversión privada no hay solución posible. Todo este trámite de muy difícil desarrollo y final es más complicado que las negociaciones con los acreedores externos, incluyendo al Fondo Monetario Internacional.
Qué lugar ocupa un nuevo régimen de trabajo
A esta altura tienta la idea de encarar otro tema “más fácil” que un acuerdo político y social. Se trata de una reforma laboral que implique una mejora de la eficiencia, con aceptación social y política, por vías que preserven las garantías constitucionales.
En materia laboral, el régimen unitario otorgado al Congreso Nacional en la Constitución Nacional de 1853 y sus modificaciones, que se refleja en la legislación común, debería ser federalizado permitiendo una razonable descentralización y eficiencia, con preservación de esas garantías
Algo así se intentó durante la gestión de Caro Figueroa en el Ministerio de Trabajo de la Nación. Los convenios colectivos, deberían ser los responsables de ajustar sus normas a las necesidades específicas de cada zona del país y a cada establecimiento. Para ello, deberían establecerse habilitaciones de niveles de negociación acordes, sin desmedro de las legítimas representaciones formales.

Las paritarias deberían estar facultadas para disponer razonablemente de algunas normas legales que conspiran en la actualidad contra la creación y el mantenimiento de las fuentes de trabajo.
Una mención especial merece el sostén y la institucionalización formal de las representaciones de empleadores y trabajadores, para no caer en las figuras fuera del sistema que han deteriorado las relaciones conducentes en un marco de legalidad, como lo fueron, las denominadas “comisiones paralelas”, en tiempos violentos.
La mayoría de los dirigentes sindicales y empresarios han aportado un esfuerzo merecedor de reconocimiento en tiempos difíciles de la Argentina del pasado y en la actualidad. Con una visión corta, acudiendo a actitudes y gestos que distancian y alejan a las partes, solo se logrará una frustración más.
Los representantes de cúpula tendrían que admitir que en el diálogo y consenso con los sectores políticos no pueden ser considerados ajenos los límites impositivos, la responsabilidad fiscal, el tope del gasto público y un plan estratégico con sujeción a topes graduales de baja de la inflación, con metas claras de compromiso asumido por los responsables de los Gobiernos.
Las medidas deberían adoptarse con un grado de aceptación razonable, respetando las garantías y procedimientos constitucionales, de manera que no se frustren los objetivos de bien común perseguidos.
Déjà vu
En una nota publicada en la Revista IDEA, en septiembre de 1989, expresaba:
“Podríamos meditar sobre los caminos a seguir cuando se ponga en evidencia que un sistema laboral inadecuado y rígido, un exceso de estatismo, una estructura prebendaria en donde el desarrollo se alienta con el privilegio que paga toda la comunidad, una actividad política que se agota en el proselitismo y demás fallas que ostentan los cimientos del país, son las causas de nuestra crisis agobiante, que no podrá solucionarse aunque se reduzca circunstancialmente el déficit fiscal con un incremento de la presión tributaria en una actividad que está en permanente declinación.
“El sector empresario podrá dar su apoyo a un intento transitorio y de corto plazo como el que vivimos, pero no puede dejar de alentar la corrección de las fallas de estructura que padecemos, para que el país recién entonces evolucione y se desarrolle.
“La inactividad y hasta la inoperancia de las clases dirigentes de los distintos sectores de poder, principalmente el político, verán en algún momento con desesperación que el problema llegará a niveles agudos con una honda conmoción en la comunidad.
“Es deseable que los acontecimientos no escapen a la conducción de los dirigentes, para lo cual éstos deberán ponerse a la cabeza de las reclamadas soluciones y obrar suficientemente esclarecidos”.
Este comentario va a cumplir treinta y cinco años. Y se mantiene en pleno vigor. No ha envejecido. Tiene tanta vigencia como la lamentable salud del principal enemigo de la economía argentina: la inflación.
El autor es Abogado especializado en derecho laboral y de la Seguridad Social
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