
Mucha gente de toda edad y condición camina, entra y sale de las pizzerías -una de ellas proclama su oferta: “dos porciones de fainá y una Coca 7000″-, las multitudes, un gran río oloroso, y la lentitud de su movimiento en las dos direcciones entre Callao y Carlos Pellegrini.
Hay algunos chicos que piden algo, hábiles como delfines entre las piernas. Se mueven en cardumen, su casa es la calle y la conocen: saben a qué puerta asomarse para que un restaurante les dejen lo que sobre, y tienen ojo de halcón por si asomara el violín siniestro.
Se consume a galope tendido. Está todo lleno. No son sitios de categoría o pretensión de buen mantel, pero todos carísimos. Como quiera que sea, pelan los billetes sin valor o las tarjetas asfixiantes que habrán de llegar con sus resúmenes.
Grandes puestos de revistas, libros, casettes, un poco de todo, donde en muchos de ellos, al frente de skinheads, escabullen entre los papeles el Mein Kampf con la cara de Adolf Hitler en la tapa, un delito. En mi imaginación sin espanto ya, tal vez, ofrezcan merca.
Hay grupos sentados, la espalda en la pared, las cabezas bajas, cansados y con una identidad nítida cada uno de ellos, casi como en una procesión a toda luz, los harapos de la clase media no se entregan. Hay casi una etnia, una tribu, los de Centro, los que jugaron a las figuritas cuando niño en la puerta de La Churrasquita o Bachín: un barrio de ningún lado.
Imperan los teatros, casi uno junto al otro y con boleterías dinámicas. El streaming ha cepillado al cine de salas –con gran de rabieta del prócer y leyenda Martin Scorsese, no sin anotar que en el cine clásico es aclamado “Killers of the Flower Moon” en todo el mundo-, con las grandes fotos de los elencos de risas, hasta las amígdalas en primer plano y que, en mi caso, mojan por aspersión una implacable melancolía. Las salas están llenas. Es un gran momento de los teatros con actores entrenados para gritar fuerte y construir risa en el público cada diez minutos, más o menos.
Allí fuimos después de estudiar un programa de tres o cuatro horas en el corazón esa noche estruendosa. Un programa que me sonaba a los sesenta y setenta del siglo XX, con muchos espectadores en busca de los grandes directores, artistas y para más sabor, en el Teatro Municipal General San Martín. Es posible pasarla bien con los grandes tanques y los súper héroes, o con la cargas feministas o cualquier otra forma de corrección política elemental.
Primer asunto balsámico: el San Martín, la obra magna del arquitecto Mario Roberto Álvarez, ahora puesta a punto, una auténtica ciudad dentro de la ciudad de fulgurante modernidad y grandeza, tan hospitalaria y próxima a la felicidad. Se ha recobrado ese ámbito, largo tiempo abandonado por la “militancia”, los mediocres, los violentos y los miserables.
Subimos al décimo piso para ver Ocho y Medio, 8 ½, la inmortal obra de Federico Fellini realizada en 1963. Es decir una de las películas esenciales del cine, del arte en general: Fellini, quien fue periodista y dibujante de fiumetti, de un cuadrito con sus respectivos globos parlantes, guionista de documentales hasta encontrarse y cambiarlo todo.

La película -en blanco y negro- consiste en que el director, Marcello Mastroianni, su otro yo perfecto, no sabe cómo resolver la historia, no sabe ni conoce el rumbo. El vacío del creador en la angustia, la impotencia, las dudas, se produce mientras las actrices Sandra Milo, Claudia Cardinale, Anouk Aimée y Marie Laforet (“Las chicas de los ojos de oro”, novela de Balzac, cine francés 1961), la integrarán en una atmósfera onírica con recuerdos, rostros borrosos, y el tiempo que no se detiene.
En un momento, en el escenario asombroso y cambiante, un prestidigitador se acerca a la duermevela del director sin tema: tiene el don de saber qué esta pensando alguien. Guido (el nombre del director en desesperación ) acepta el reto: “¿A ver, en qué estoy pensando?”. El mago se lo dice: Asa Nisi Masa. Tres no sé si palabras o conjuros pronunciados en la infancia, para que los chicos se bañen y duerman. Son palabras alegres, sin otro sentido que ese juego del tipo abracadabra: mágicas.
Así, esa negrura de la inseguridad y oquedad, no es otra cosa que la película que hemos visto y que da final a un inolvidable desfile, una ronda, de todos los que han intervenido con la música de Nino Rota.
Salimos a la calle Corrientes contada como un flash en torno a la decadencia que guarda un corazón extraño, algo que hace presentir no se sabe qué.
El mundo se ha oscurecido. El país expone sus lacras, fracasos y estafas, la guerra en Medio Oriente ve abrirse el huevo de la serpiente, los nazis nunca han bajado los brazos, las migraciones inmensas, penuria extrema y negocio repugnante.
Bueno, ya está.
En lo que a mí respecta, el mago de Fellini, el de Ocho y Medio, ha adivinado qué pienso. Salir de este tiempo o hacia otro, en busca de optimismo, dormir dulcemente. Ahí va.
Asa, Nisi Masa.
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