
Los resultados de las elecciones del pasado domingo, el porcentaje que obtuvo Javier Milei y La Libertad Avanza especialmente, sorprendieron a muchos de nosotros, incluso a aquellos que, entre los que me incluyo, veníamos sintiendo y sosteniendo que algo diferente podía ocurrir.
La sorpresa venia de muchos lados, de las encuestas y sondeos que casi unánimemente predecían la victoria de Juntos por el Cambio, de los pobres resultados de los candidatos provinciales de La Libertad Avanza, de la fortaleza territorial, material y simbólica de las dos grandes coaliciones, de la propia historia, entre otras.
La obviedad de uno solo, el preguntarse por qué la ciudadanía continuaría votando masivamente a dos opciones, la nuestra que hoy gobierna y la de ellos que gobernó hasta el 2019, que en buena medida defraudaron a sus votantes sin poder mejorar las condiciones de vida de la población y que se han dedicada centralmente a culpar a la otra de todos los problemas y a pelearse para adentro.
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Desde hace algunos años vengo sosteniendo en charlas y conferencias académicas que en una región como la nuestra, Latinoamérica, donde la mayoría de los países enfrentan situaciones de inestabilidad política de todo tipo (caída de presidentes, golpes de estado, movilizaciones masivas, partidos históricos que desaparecen, partidos nuevos que ganan las presidencias, etc. etc.) que conviven con una sostenida estabilidad macroeconómica, nuestro país presenta - o presentaba - una situación en buena medida anómala.
En Argentina la inestabilidad económica no para de crecer año a año, dañando obviamente todos los indicadores sociales, mientras que la política se mantenía igual a sí misma, con dos coaliciones que se suceden en el gobierno sin lograr solucionar los problemas por los que fueron electas.
La explicación de esta anomalía era doble. Por un lado, un régimen institucional muy poco favorable al cambio, con dos cámaras parlamentarias con renovación parcial cada dos años, distritos electorales que elijen pocos legisladores, un régimen federal que le permite a las autoridades provinciales fijar la fecha de su preferencia para su elección entre otros factores.

Por el otro, un escenario político cada vez más polarizado. Es importante destacar que cierto grado de polarización, programática e ideológica, es vital para el buen funcionamiento de la democracia. Si las opciones que se le presentan a los votantes se confunden entre sí y proponen cosas parecidas el juego democrático pierde su verdadero sentido. El problema aparece cuando esta polarización se extrema y más aún cuando se torna más bien identitaria y moralizante, “nosotros los buenos contra ellos, los malos”. Este tipo de polarización, que llamamos “afectiva”, es el que existe en nuestro país. Esta niega en buena medida la política democrática transformando al adversario en enemigo, generando enojo y odio y complicando el debate y la gobernabilidad democrática.
La polarización extrema juega un doble rol. Por un lado, al reforzar las identidades políticas “estabilizaba” al sistema, pero, por el otro, al impedir lograr las soluciones que la población exige lo debilita. Políticos que centralmente se dedican a insultar a sus oponentes y culparlos por todo lo que hicieron o por lo que van a hacer, son efectivos para ganar elecciones y conseguir likes de sus seguidores, pero inútiles para gobernar y mucho más para transformar la realidad. Los discursos se vuelven cada vez mas duros y extremos a la par de que la capacidad para lograr cambios prácticamente desaparece.
Y lo cierto es que los últimos ocho años los indicadores de estabilidad política crecieron a la par que los indicadores que realmente importan, los sociales y económicos (pobreza, inflación, capacidad adquisitiva, informalidad laboral, etc., etc.) no pararon de empeorar.
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La pregunta final en cada una de mis disertaciones era la misma, ¿hasta cuándo se sostendría esta anomalía? ¿Hasta cuándo la política podría seguir igual mientras crece la inestabilidad económica y social y la mayoría de la población vive peor? El sorprendentemente obvio resultado de las elecciones primarias del 13 de agosto nos dio la respuesta.
Aún faltan varias semanas para las elecciones generales de octubre y algunas más para el eventual balotaje y no sabemos quién resultara electo y asumirá la presidencia de la Nación el 10 de diciembre, cuando se cumplan cuarenta años de nuestra democracia, de lo que si podemos estar seguros es que, si seguimos repitiendo la dinámica perversa de la polarización extrema, o peor aún la acentuamos, sea quien sea quien triunfe los resultados seguirán siendo los mismos.
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