
El feudalismo fue un sistema político, social y económico que rigió en Europa, entre los siglos IX y XV, hacia fines de la Edad Media, en virtud del cual, la merma del poder del emperador y de los reyes, provocó la descentralización territorial del mismo, y su consecuente concentración en los diferentes nobles, también llamados “señores feudales”.
Ellos cercaban sus extensas propiedades de tierra para evitar las invasiones bárbaras, y cobijaban en su interior a los campesinos y esclavos que solicitaban protección, a quienes aceptaban y cuidaban a cambio de servicios personales, generándose las denominadas “relaciones de vasallaje”, que implicaban una clara subordinación de éstos al señor feudal que los protegía.
Han transcurrido desde entonces seis siglos, y el feudalismo ha desaparecido en el mundo. Pero en algunos lugares pareciera haber un régimen similar, en el que determinados gobernantes, elegidos a través del voto, crean, arman y generan, con el transcurso del tiempo durante el que ejercen ese poder, un esquema de dependencia y necesidad del pueblo cuyos destinos conduce, que reproduce las relaciones de vasallaje existentes en el viejo feudalismo europeo.
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El ejercicio del poder es indispensable, porque no es admisible que existan comunidades cuyos integrantes se autogobiernen, pero para que ese poder no derive en despotismo, debe ejercérselo en el marco de una ley fundamental o Constitución a la que los representantes deban ajustar su conducta.
Ejercicio del poder y límite al ejercicio del poder, son dos caras de una misma moneda. Ambos conceptos son relevantes y deben ser compatibilizados, para que la autoridad no mute en autoritarismo. Y los límites al ejercicio de ese poder, no solo pasan por determinar cuáles son las potestades que tienen los gobernantes y cómo deben desarrollarlas, sino también durante cuánto tiempo deben y pueden hacerlo.
Es por eso inadmisible que una Constitución, que por esencia es “límite al ejercicio del poder”, admita que los gobernantes puedan ser reelectos indefinidamente.
El problema es compatibilizar también la existencia de un sistema republicano, entre cuyas características está la alternancia en el ejercicio del poder, y el federalismo, que implica la autonomía de las provincias para organizar sus propias instituciones, para establecer la forma de elegir a sus funcionarios y para fijar los límites al ejercicio del poder de los mismos.
En la Argentina, las provincias tienen la potestad de decidir cuánto tiempo deben durar en sus cargos los gobernantes, así como de definir el régimen de reelecciones. Pero cuando los gobernantes convierten en feudos a las provincias, cuyos destinos conducen, armando un esquema de dependencia de sus representados, siempre lograran convertir la normativa que paradójicamente debe limitar el ejercicio del poder que ejercen, en un traje a medida para sus ambiciones personales.
La pregunta es, ¿cómo hacer para impedir que ello ocurra sin vulnerar la autonomía que la Constitución Nacional ha conferido a las unidades federativas?
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La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha decidido intervenir en los casos Santiago del Estero, Río Negro, Tucumán y San Juan, poniendo límite en este aspecto, pero se han cuestionado dichas intervenciones, a mi juicio con cierta razón, esgrimiéndose que, con ellas, se ha vulnerado la autonomía de las referidas provincias.
La única forma de evitar este cuestionamiento es promoviendo una reforma de la Constitución Nacional, que es la que en definitiva define cuál es el grado de autonomía de las provincias, a través de la cual se establezca que estas no pueden permitir que una misma persona pueda ser elegida más de dos veces para ocupar el mismo cargo (por lo menos el de gobernador)
El 17 de junio del año 2021 la Corte Interamericana de Justicia se ha pronunciado, al respecto, a través de la “opinión consultiva Nro. 28″ solicitada por el Estado de Colombia, en la que puso de relieve que nadie puede invocar el “derecho humano” a las reelecciones indefinidas, así como también que las mismas debilitan al sistema representativo y generan tendencias hegemónicas inadmisibles en países democráticos.
En la Argentina hubo seis presidentes que gobernaron más de una vez: Roca, Yrigoyen, Perón, Menem y Cristina Fernández. Inclusive podríamos incluir a Néstor Kirchner, quien habiendo sido elegido para gobernar entre el 10 de diciembre de 2003 y el mismo día de 2007, tras la renuncia de Duhalde, asumió el 25 de mayo de 2003 para terminar el período iniciado por De la Rúa en 1999.
Se trata del 20 por ciento de los presidentes argentinos constitucionales. No parece tanto, pero resulta inexplicable que la misma Constitución Nacional que establece un sistema republicano, admita que un presidente pueda serlo durante 16 años, en un período de 20, así como que los legisladores puedan ser reelegidos indefinidamente. En ese sentido la Ley Fundamental también debe ser corregida o reformada.
Pero más allá de la necesidad de poner límites al ejercicio del poder desde la normativa, es indispensable que el pueblo tenga la educación cívica necesaria para entender esta problemática y que, a partir de dicha cultura cívica y sobreponiéndose a los esquemas de dependencia laboral y económica -generados por los caudillos auto percibidos “dueños del poder”- se niegue a votar a candidatos que quieren perpetuarse en el ejercicio del mismo.
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