
El primer recuerdo que tengo es orientando la antena de la radio “Siete mares” para que captara desde Rosario la señal de Radio Continental y poder escucharla. Ahí aprendí quién era Dagmar Ingrid Hagelin, reclamada como desaparecida por su papá Ragmar o me enteré cómo enfrentó al temible Albano Harguindeguy por el secuestro de Elena Holmberg a la par que pensaba en los porteños poniéndose traje de oso cantando a María Elena Walsh.
Yo le robé. Lo confieso. Sí, le robé a Magdalena todo lo que pude y supe de su inigualable estilo para hacer radio. Hurté su arte de la repregunta al entrevistado. Escuchar y repreguntar. ¡Le robé tantos tonos!
Magdalena nos enseñó a todos que hacer radio era saber usar los tonos para cada situación y consagró la escucha como pilar de insistir en sus argumentos. Le robé para entrevistar, para acompañar, para aprender qué era la sensación térmica (¿No nos enseñó a todos la sensación térmica?), para tener la pasión que ella tenía por la radio.
La vida y la suerte me regalaron otros recuerdos. Saludándola, conociéndola, siendo el anfitrión de programas a donde ella iba generosa. En el primer “Debo decir” en América le recordé la enseñanza de su padre, canciller de la Nación, de jamás usar el auto oficial para ir a la escuela porque “ese auto es de los ciudadanos y no de la familia”. Fue elegante cuando recordó que con su ex esposo no le dijeron nunca, nunca, a su madre que se habían separado para que no sufriera. Fue desgarradora hablando de su hijo muerto y me dejó tomarla de la mano para hacerla sentir, aunque sea, menos sola.
Magdalena se preocupaba si dormías siesta cuando encarabas el horario de primera mañana de la radio. En el palco de su amado Teatro Colón me dijo: “Si no dormís siesta te morís. No hay metáfora”. Un día compartió living de invitados con el Pepo, el cantante de música tropical. El tipo acaparó el programa y sentí que debía disculparme con ella. “¿De qué me hablas?, me dijo. “Le robé una selfie que me viene bien para mis nietos”, dijo riéndose mientras se iba agradeciendo.
Magdalena era una mujer agradecida. Mucho más de lo que, creo, nosotros supimos agradecerle.
Nunca militó en el odio. Ni cuando descendió a los infiernos de la CONADEP y estuvo cara a cara con el demonio. Respetó a los que pensaban distinto aunque no la respetaran. Pionera con su cuerpo del feminismo, se supo hacer respetar como lo que era: una mujer brillante, distinta, personal.
Me contaron que solía andar con un talonario de números para sortear entre todos sus compañeros de trabajo, todos, desde quien limpiaba hasta su co-conductor, los regalos que le mandaban. No lo vi. Puedo saber que eso es cierto porque ella era eso. El generoso gesto de compartir.
Se murió Magdalena Ruiz Guiñazú. Me dice Fabiana, mi adorada amiga: “Hay personas que, sin darte cuenta, vos pensás que te van a acompañar toda la vida”. Por eso duele. Por eso me duele. Porque como cuando enderezaba la antena de mi radio en Rosario, yo estaba seguro de que esa mujer iba a estar siempre. Me iba a cuidar, cómo no, siempre. La vida es mucho más injusta que la belleza de la existencia de Magdalena. Por eso la tristeza.
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