
Ray Bradbury nació en 1920 y murió a los 90 años. Por momentos tiene la sensación de que es un escritor esencial - poeta, novelista, cuentista, dramaturgo, guionista- , parece un poco olvidado por la crítica más proclive a las cumbres de todos los tiempos, cierta crítica literaria caviar. Si es solo una distracción o un tropiezo del olvido, absurdo. Si no sigue puesto en el lugar decisivo que fue y juzgado un poquitín menor, lamentable.
Ray Bradbury escribió mucho, casi con desesperación, y no solo lo que iba a venir - pongamos los cajeros automáticos o Bluetooth, de la jadeante novela Fahrenheit 451 convertido en cine por François Truffaut, fantasía acerca de un futuro sin libros y bomberos que lo queman todo, autoritarismo, soledad, oscuridad, sino también desde luego sus ya clásicas crónicas marcianas, las de mayor fama. Escribió Borges, en el prólogo editado por la colección Minotauro, a su vez una creación extraordinaria:” ¿Qué ha hecho ese nombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y soledad?” Se interroga Borges y resulta en terror y soledad, sin que probablemente haya sentido el río rumoroso de la poesía que lleva tatuada en la prosa de Bradbury, la conjunción del miedo, el abismo del futuro, esos temblores por venir en conjunción con la melancolía de la infancia que se aleja pero deja huella (“El vino del estío”) para siempre.
En “Las doradas manzanas del sol”, ciencia ficción pura con una nave y una misión, toma uno de los cuentos – son 22- de un poema de Yeats: “Después de dejarla en el suelo/ Fui a encender el fuego/ Pero algo susurró desde el suelo, /Y alguien me llamó por mi nombre/Se había convertido en una/ muchacha de tenue brillo/Con flores de manzano en su /pelo/Que me llamó por mi nombre/ y corrió /Y se desvaneció en el aire que/aclaraba / Aunque ya estoy viejo de vagar/Por tierras bajas y tierras montañosas/Descubriré dónde se ha ido/ Y besaré sus labios y tomaré sus/manos,/Y caminaré por la larga hierba de/ colores/ Y tomaré hasta el fin de los/tiempos/las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol.”

Fuente poética que llega hasta el inventor de sueños, lleva a su vez un don poético que cohabita con los sueños y los temores del porvenir – tal vez como punto de partida del presente escondido para ser Bradbury - : su estilo conmovedor. Los cuentos- 600 - y sus 27 novelas, todos con títulos fascinantes para la prosa bien norteamericana, se hacen creaciones líricas y premoniciones: la poesía, irreversible como un parto, nunca se aparta de Bradbury.
Vayamos algo hacia atrás
Waukegan, Illinois, donde nació, es un lugar tranquilo y provinciano. Costumbres repetidas pero no aburridas sino un mecanismo sin conflictos: conocerse todos, ir a la iglesia los domingos. Los Bradbury eran pobres. En asuntos de leyendas y literatura corren con ventaja los autores atormentados por los excesos, el desequilibrio, la confusión sexual, pero Bradbury se encaminó en este mundo a la admisión de vivir con poco y poner cara al viento: de chico, vendió diarios varios años. El padre murió cuando Ray Bradbury, y de gemelas anteriores, corrió un fin adolescente. Mucha muerte y mucha lectura- pasaba días con sus horas largas en la biblioteca del pueblo- y allí dio con Marguerite McLure. Se casaron, vivieron juntos cuarenta años y trajeron a este mundo cuatro mujeres.
Con poco en el bolsillo, alcanzó a hacer su escuela, el secundario, pero no pudo alcanzar la universidad. Entre los dos vivieron con 250 dólares una buena temporada. Ray publicó dos relatos en una revista especializada en aventuras futuristas que duró cuatro números. Escribía con impulsos aunque fue formándose su método: cada día mil caracteres, cuentos abundantes antes de largarse a una novela, sentir que las teclas forman un mundo, a veces, inesperado. ¿De ese mundo participaron las pesadillas que lo horrorizaron en la infancia? Sería tonto dudar, sin entrar en honduras psicológicas.

El interés por los hechos de la ciencia fue temprano y, al madurar, sorprendente: nunca tuvo auto, ni intentó tener registro, empleó como centro de su arte la tecnología, pero pensaba que a medida en que se producían avances se produciría un futuro deshumanizado hecho de soledades, pantallas reproductoras, y la inteligencia artificial galopante que, convencido, formaba sombras peligrosas y entristecedoras.
Escribir sin cansancio llevó a desmentir un hecho prestigioso, el libro labrado por décadas: Farenheit 451- la temperatura en que arde el papel – fue escrito en el sótano de una biblioteca universitaria donde le permitieron un buen lugar para su trabajo afiebrado, con una máquina alquilada. y en una semana. Característico de un gran oficio, un enorme talento y el ejercicio que, se asegura, de escribir en cualquier terreno para llenar la olla.
Alguna vez se dijo que imaginó morir en Marte- las potencias, hoy, quieren llegar hasta allí y colonizarlo: ya somos miles y miles de millones, hay que buscar una salida – pero quedó en una tumba con su lápida: “Farenheit 451″. Volver o encontrarse con Bradbury es una posibilidad feliz en cualquier momento. Corran.
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