
A finales del siglo XX y comienzos del XXI, las subculturas juveniles se configuraron en torno a ideales eminentemente estéticos. Centradas principalmente en gustos musicales y otros consumos culturales, estas generaciones encontraron en el modelo MTV una manera de afirmarse en el mundo ante la caída de las grandes promesas de cambio social. Pero, en la última década, la búsqueda de una identidad personal y la conformación de grupos de pertenencia se fue mudando del orden de lo estético al orden de lo ético. Sin este último viraje, no se puede comprender la actual potencia de las políticas de la buena conciencia.
Vinculadas generalmente a la conciencia ecológica y a una sensibilidad desmesurada de la experiencia sexual, las nuevas ideas “revolucionarias” nos muestran a los jóvenes como protagonistas fundacionales. Presentadas al gran público como “agenda de los jóvenes”, estas tendencias merecen siempre un lugar en la atención mediática que retransmite sus consignas con un eco de aplausos. La recepción política a estas demandas se hace inminente, las empresas adecúan sus mensajes publicitarios al nuevo lenguaje y algunos de estos jóvenes “revolucionarios” se convierten en íconos súbitamente, cobrando un repentino acceso al poder político. Curiosa vertiginosidad la del ascenso de esta rebeldía.
El postulado implícito es siempre el mismo: la tutela del orden social ha descendido del mundo adulto al juvenil. Los jóvenes han devenido en la nueva vanguardia encargada de irnos marcando el camino. El mundo adulto, al que le ha hablado “el futuro”, es llamado a ajustarse al cambio a riesgo de ser visto bajo alguna de las temibles categorías de lo vetusto. Y bajo este apremio, las nuevas generaciones nos son sistemáticamente descriptas a partir de virtudes de que las anteriores carecerían: “tolerantes”, “solidarias”, “abiertas”.
Pero si estos son realmente los valores que destacan entre centennials y milennials, ¿por qué son estas mismas generaciones las que a la vez protagonizan la histeria de la “corrección política” y la “cultura de la cancelación”? ¿Cómo coinciden estos valores altruistas y de apertura hacia el otro con el cenit del individualismo, el consumismo banal, la pauperización educativa y las desigualdades sociales más infranqueables?
Probablemente, la confusión la haya introducido el abuso del marketing publicitario que tiende a fusionar la realidad con las valoraciones pretendidas. La “tolerancia” o la “apertura” no son tanto virtudes encarnadas por las nuevas generaciones, sino más bien sus aspiracionales. Ya no se trata de ser efectivamente tolerante, sino de llevar el sello de la tolerancia. Las virtudes tradicionales se han transmutado en signos, símbolos e identidades que cuelgan en las mochilas y en las ropas, se pintan en el cuerpo y en el cabello, y se estampan chillonamente en los muros reales y virtuales.
La “nueva ética” que esta época propone es eminentemente ornamental, compulsivamente retórica, insoportablemente sobreactuada. El tipo de compromiso social que las políticas de la buena conciencia destacan no están enraizadas en una filosofía moral superadora o en una ascética renovada, sino en una identidad reconocible en gestualidades que conservan la superficialidad del paradigma estético que arrastran las generaciones anteriores.
Sin embargo, estas políticas no parecen tener a los jóvenes como sus creadores, sino como sus destinatarios. Su triunfo y vigencia no parece fortuito. Existe al menos una triple conveniencia entre sectores académicos, empresariales y políticos que se retroalimentan en un mismo flujo corporativo. El ámbito académico, al proveer la terminología y las teorías de moda, recibe un rédito social inmediato de su producción y se catapulta hacia otros campos más lucrativos. Las grandes empresas obtienen con esto una forma sencilla para hacerse más “cercanas” y “humanas”, y así amalgamar sus productos con preocupaciones menos mundanas. Los políticos, finalmente, encuentran en estas identidades la excusa perfecta para la compresión y canalización de las demandas de los nuevos ciudadanos, eludiendo de esta manera, la responsabilidad de cambios verdaderamente importantes.
Así es como se ha ido estructurando un marketing en relación a ese tipo de angustia que la sociedad secularizada tenía vacante: la ética. La necesidad moral –connatural al ser humano- es alimentada por narrativas simplistas que llevan una explicación light de los problemas humanos. Una solución que no exige grandes sacrificios, que resulta extremadamente práctica porque se ofrece breve y sencilla para el espíritu. Por eso, las políticas de la buena consciencia encuentran un éxito inmediato entre los más jóvenes, que prefieren una respuesta rápida, sexy, instagrameable, donde depositar todo el apasionamiento que les es propio.
No hay duda de que la fuerza de la juventud es un bien social de una importancia indiscutida; su entusiasmo por mejorar el mundo es garantía de futuro para cualquier nación y uno de los mayores capitales que se puedan poseer. Pero en una época en la que la sociedad civil tiene una participación creciente a través de las comunicaciones, el control social no consiste tanto en restringirla sino en alienarla. Y no hay mejor manera de reinar que amasando el orgullo de los dominados.
Quizás por esto, las políticas de la buena conciencia resulten la forma más elaborada de control social, ya que petrifican todo ese afán natural por el bien comunitario rebajándolo en fórmulas retóricas y certificados de aptitud moral. En definitiva, la astucia corporativa ha logrado convertir el espíritu de transformación social en demanda y nos ha brindado el fetiche de la rebeldía, un producto que cabe en la cartera de la dama, el bolsillo del caballero y el perímetro de un pañuelo. Una experiencia de revolución pre-fabricada para calmar la sed de justicia que nuestro mundo tanto necesita.
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