
De todas las medidas progresistas que se vienen llevando a cabo en los últimos años, ninguna parece causar tanto rechazo como el empleo institucional del lenguaje inclusivo o no sexista. Las personalidades públicas que lo utilizan reciben burlas constantes, los funcionarios que lo reglamentan se topan con un aluvión de críticas en las redes sociales.
Quizás por esto, el gobierno de la Ciudad decidió de manera sorpresiva eliminarlo del material que se ofrece a los chicos en las aulas porteñas, siguiendo la tendencia restrictiva adoptada tanto por Uruguay como por Francia, por considerarlo un “obstáculo para la lectura y la comprensión de la palabra escrita”.
Pero, ¿es correcto o incorrecto su uso? El debate lleva ya un par de años y encuentra tanto adherentes como críticos entre los especialistas. Lo que aquí proponemos, en cambio, es una reflexión sobre las que posiblemente sean las principales causas de la resistencia que genera entre tantos hispano-hablantes.
1. Violenta un elemento constitutivo de nuestra configuración personal y colectiva
El lenguaje no es solamente un “territorio de disputa”, es antes que nada un lugar de encuentro, de identidad y de memoria. Proponer una modificación radical de la lengua que nos acompaña desde que nacemos tiene el riesgo lógico de ser percibido como un hecho violento. Si además se proclama que el lenguaje se va adaptando con el tiempo, no parece tener sentido forzar la espontaneidad ni imponer con brusquedad este supuesto progreso.
La politización excesiva de lo cotidiano tiende a dejar de lado la función central de las cosas más elementales. Por eso, el espíritu conflictivo con el que se pretende encarar el cambio social resulta para muchos bastante más dañino que una pequeña concesión a un universal masculino.
2. Alienta un tipo de compromiso social superficial y presuntuoso
Se ha dicho muchas veces que hablar de lenguaje inclusivo o no sexista presupone que hablar el español corriente es “excluyente” o “sexista”. Por esta razón, este nuevo uso de nuestro idioma no es recibido como una simple propuesta alternativa, sino como una exigencia que viene cargada con un juicio moral contra quienes se nieguen a utilizarlo.
Además, la presuposición de que el lenguaje inclusivo conlleva algún tipo de evolución ética es una hipótesis no compartida por una mayoría que, al mismo tiempo, empieza a ver que el empeño dedicado a este cambio tan publicitado luce bastante desproporcionado frente al bien que parece producir.

En un mundo repleto de exclusiones y de necesitados, esta inversión de esfuerzo tiende a ser vista como un acto de caridad trivializado sin destinatario real, que en el fondo lo que busca es poner a la vista de todos la buena conciencia propia.
3. Debilita un código común que unifica a una comunidad tan extensa como dividida
El idioma español es una herramienta que posibilita el entendimiento entre casi 600 millones de personas: planea con rapidez el continente y atraviesa con facilidad el Atlántico. Es la fibra cultural que fusiona a pueblos hermanos alejados, mientras discretamente los potencia.
Perforar de raíz un código sedimentado por generaciones agrega un factor de desunión innecesario a una región ya distinguida por enormes distancias geográficas, económicas y políticas. No debería sorprender que, en un contexto donde abundan las urgencias sociales, esta demanda sea vista como impopular e inoportuna.
4. Confiere un rol de vanguardia no reconocido a los sectores que lo promocionan
¿Con qué autoridad pueden hablar de inclusión quienes han hecho de sus convicciones políticas una cruzada que silencia la crítica (a través de fenómenos como la “corrección política” y la “cultura de la cancelación”)? Incluso si se considerara que sus reclamos son justos, debe decirse que -como mínimo- no han procedido con el respeto y la sensibilidad suficientes.
Quienes han sido sistemáticamente etiquetados como “retrógrados” o “medievales” -por el sólo hecho de manifestar sus desacuerdos- difícilmente puedan reconocer en quienes promueven el lenguaje “inclusivo” una convicción sincera de apertura y aceptación del otro. El hábito hace a la virtud, y el tipo de lenguaje que adoptemos los argentinos debe encontrar su integridad en una expresión que no quede reducida solamente a palabras.
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