
Días pasados la Policía de la Ciudad detuvo a dos delincuentes, de nacionalidad extranjera, perseguidos por robo. La situación judicial se hubiera podido resolver de otra manera si el gobierno de Alberto Fernández no hubiese derogado el año pasado un Decreto de 2017, que permitía la deportación mediante un procedimiento migratorio especial sumarísimo y restringía, además, la entrada a extranjeros con determinados antecedentes en su país de origen vinculados al narcotráfico o a delitos violentos.
Denegar el ingreso y/o expulsar con mayor agilidad a extranjeros que vienen a delinquir nada tiene que ver con preservar o no los derechos de las personas migrantes, algo fuera de discusión, sino con aplicar una política de seguridad, más allá de la cuestión de la nacionalidad. Somos parte de una sociedad que tiene normas y leyes, de modo que es fundamental, para una convivencia pacífica, ajustarnos todos a ese modo de vida que elegimos y que establece nuestra Constitución.
Cuando el Estado no tiene un plan integral y la seguridad se discute por Twitter o con amparos judiciales como el que suspendió el sistema de reconocimiento facial para la búsqueda de prófugos en la Ciudad, las cuestiones ideológicas enceguecen el sentido común. En esa confusión, el populismo pretende hacernos creer que, por el derecho al debido proceso, un extranjero, como cualquier ciudadano, tiene que ser juzgado en nuestros tribunales. Pero el problema, en realidad, se plantea cuando esa persona solo viene a delinquir, y es entonces cuando debería ser inmediatamente devuelta a su país.
Ese era precisamente el espíritu de la norma que, sin embargo, el Presidente Fernández derogó. Era un mensaje claro sobre el cumplimiento de la ley, marco social dentro del cual todo extranjero es bienvenido a contribuir con su aporte, a trabajar y construir honestamente su propio bienestar y el de su familia. En cambio, si delinque y hace del robo su actividad planificada, el Estado debe contar con las herramientas legales necesarias para poder actuar de manera rápida y obligarlo a regresar a su país, sin detrimento, claro está, de sus legítimos derechos.
Argentina ha sido desde siempre tierra de oportunidades para muchos inmigrantes que, con su trabajo honesto y sus deseos de progresar, se integraron en ámbitos muy diversos. Su cultura nos enriquece y su presencia entre nosotros genera solidaridad y acogida en cientos de comunidades y colectividades que comparten sus tradiciones con las nuestras. Lamentablemente este aprecio se ve en ocasiones traicionado por unos pocos que prefieren el camino fácil del delito.
Si queremos una sociedad más justa e inclusiva, el respeto por la diversidad cultural, la integración, el esfuerzo y el trabajo digno tienen que ser parte del desafío. Solo sobre esos valores podremos construir una convivencia pacífica y así “asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
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