
El 27 de marzo de 1945 la Argentina decretó el estado de guerra con la Alemania nazi. Lo hizo apenas 42 días antes del Día de la Victoria en Europa, cuando el curso de la Segunda Guerra Mundial ya estaba decidido. Y aunque distintos historiadores han esbozado lecturas e hipótesis respecto a las razones políticas que llevaron a la Argentina a sostener su neutralidad durante la mayor parte del conflicto bélico, para los millones de personas que sufrieron las consecuencias de la guerra en carne propia hay una única lectura: lo hizo demasiado tarde. Extrañamente, una semana atrás, y en un escenario bastante diferente, me encontré con una sensación similar.
El lunes de la semana pasada, poco antes de la medianoche, mi teléfono comenzó a sonar. Un colega, atento a las noticias de la región, me hizo saber del paso del iraní Mohsen Rezaí -señalado como uno de los autores intelectuales del atentado a la AMIA- por territorio latinoamericano. “¿Desde Argentina no han denunciado nada?”, me preguntó incrédulo. La noticia aún era muy fresca, y con cautela nos invité -porque a esa altura, la sorpresa también era mía- a esperar una respuesta oficial.
El comunicado de la Cancillería llegó, efectivamente, por la mañana. Lo suficientemente rápido como para dar una respuesta al asunto, pero también lo suficientemente tarde para dar lugar a los cuestionamientos. La noticia había pasado una larga noche de verano haciéndose eco en medios de comunicación y redes sociales. Ya no importaba si lo primero había sido el reporte del Embajador a la cancillería o los incontables tweets de denuncia a los involucrados. El daño ya estaba hecho, y una vez más, para la víctimas ya era demasiado tarde. La justicia perdió su oportunidad.
A casi 28 años del atentado, el gobierno iraní continúa burlando los designios de la justicia internacional. Sus medios de comunicación celebraron la llegada a Nicaragua de Rezaí y el acercamiento entre ambos países como una “bofetada en la cara de los Estados Unidos”. Pero aquí en Latinoamérica muchos lo sentimos como una cachetada a la Argentina. La integración regional, que nos hermana como naciones latinoamericanas, debe estar atravesada por el principio de solidaridad. Solidaridad para cuidarnos los unos a los otros, protegiendo y fortaleciendo nuestros valores como sociedad. Por ello, todos debemos trabajar juntos para combatir el terrorismo internacional, que demasiadas veces irrumpió en estas latitudes.
La lucha contra la impunidad debe ser conjunta. Sin embargo, no hay dudas de que en la Argentina la responsabilidad es aún mayor. Irán es aquí un tema de alineación internacional, y los límites, aunque a veces delgados, son claros. En el año 2006 la Justicia argentina acusó a numerosas autoridades del gobierno iraní y la agrupación terrorista Hezbolláh de planificar y ejecutar el atentado contra la AMIA, y emitió un pedido de captura internacional. Un año después, Interpol avaló los pedidos argentinos emitiendo alertas rojas para los acusados que continúan vigentes hasta la actualidad.
La política exterior de un país debe ser clara, tan clara como para poder ser explicada en una breve llamada telefónica como la que recibí algunas noches atrás. Cuando los alineamientos son claros, a pesar de la complejidad del problema, es fácil y rápido caracterizarlo. Sin embargo, hay reacciones que por tardías, incómodas, débiles o incoherentes dan lugar a conjeturas, que esfuman la claridad de esos posicionamientos. Y son estas reacciones las que, en 80 años más, tal vez inviten a las próximas generaciones a preguntarse si en la causa AMIA la Argentina estuvo siempre del lado de los buenos.
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