La escena es patética, chocante, desagradable: una mujer joven que lleva de la mano a su pequeño hijo reacciona con una violencia verbal inusitada contra un policía que le había pedido que se pusiera el barbijo en el tren. Están descendiendo, junto a una multitud de gente: es la estación Moreno de la línea Sarmiento, el martes por la tarde.
La discusión empezó adentro y sigue en el andén. Razonablemente, el agente le habrá pedido que usara el barbijo en el vagón atestado de gente.
La joven replica con una serie de insultos soeces. Irrepetibles. El policía se deja agraviar; sólo atina a replicar con algunos calificativos bastante más suaves. “¿Querés que te escupa de nuevo?”, amenaza en un momento la chica, dando a entender que ya lo hizo. Otra pasajera le dice al policía: “Te está provocando”, lo que la hace también acreedora de la puteada. Es una larga cadena de improperios.
Después, la chica sigue su camino. Al nene, que ya tiene edad de entender, se lo nota incómodo.
Una escena muy penosa porque, más allá de la reacción descomedida que es reflejo de una personalidad agresiva y de falta de educación, el incidente pone de relieve de un modo patente la degradación de la autoridad pública que se vive en el país, expresada en este caso tanto por la agresividad y la grosería sin límite de la joven como por la falta de autoestima del agente que evidentemente no puede encarnar el rol que le confiere su uniforme. Y probablemente no por un defecto de personalidad.
Esta joven, más allá de la patología social que se le pueda imputar, fue, en ese momento, en ese andén, el vehículo para transmitirle a la sociedad toda que en la Argentina la autoridad está muerta.

El policía no reacciona como debe porque carga con la misma mochila psicológica que todo agente de una fuerza de seguridad en la Argentina: sabe que en cualquier conflicto público en el que se vea envuelto quedará él como responsable. Está desautorizado de antemano. No habrá un sistema que lo respalde.
Si hay un síntoma de que el kirchnerismo -en sus 14 años de ejercicio del poder- no ha honrado al Estado en uno de sus atributos esenciales -el monopolio de la fuerza pública- es el vómito soez de esta mujer contra un representante del orden.
Puede decirse que su conducta no configura un delito grave, en un país donde a diario los delincuentes matan gente para robar un auto, un celular o porque sí. Porque se puede, porque no hay castigo. Pero la libertad con la cual esta pasajera insulta al policía, sólo porque le señaló una norma, recuerda a la doctrina de las ventanas rotas. Esas pequeñas contravenciones, algunas simplemente malas conductas, van configurando un clima en el cual toda transgresión parece permitida. Si esta chica desobedece y ofende de ese modo gratuitamente a un efectivo de seguridad, ¿por qué temerle a la autoridad?
A la vez, ella siente que lo puede hacer impunemente porque quienes deben conducir y respaldar a la Policía la vienen denostando continuamente, recelan de ella, le atan las manos y, si actúa, la desautorizan, ahondando un descrédito de la institución que viene de lejos y es resultado de esa misma falta de conducción, de respaldo, pero también de la deficiente formación y la carencia de instrumentos adecuados para su desempeño.
“Andá a la escuela y hacé una profesión de verdad”, le grita en un momento la muchacha al policía; una de las pocas frases repetibles. Y aunque no incluye una mala palabra, es tal vez la más significativa. Que “policía” no sea “una profesión de verdad” a los ojos de esta mujer confirma las graves consecuencias de que un Estado deserte de sus funciones, promoviendo así la anomia social.
Desde el Estado, se plantea una ecuación diabólica: la gente no confía en la policía porque siente que ésta no la protege de la delincuencia y la policía no puede actuar con eficiencia y confianza porque no se siente respaldada o no está dotada de los medios necesarios.
La Argentina está inerme.
De él, sabemos que es policía. De ella, no mucho. Es madre. No le importa decir las peores groserías frente a su hijo. Pero no se trata de hacer un juicio moral individual, sino de ver que la degradación de la autoridad no empieza y termina en la policía. Afecta a todas las instituciones que sin autoridad ni jerarquía difícilmente funcionen. Al policía la chica lo manda a estudiar. Se supone que ella misma fue a la escuela, donde los maestros hoy no pueden poner orden en el aula. Y un alumno no es expulsado de un colegio ni aunque le meta una trompada a un profesor. Tal vez de allí le venga tanta insolencia. Tampoco parece encarnar la autoridad de madre, que debe cuidar el ejemplo que le da al hijo. Porque también eso está devaluado.

Por una metodología populista, quienes deben hacer respetar la autoridad la relativizan y la degradan apostando a un rédito demagógico de corto plazo. La indefensión en la que dejan a la sociedad genera un clima de odio que muchas veces se canaliza en la dirección equivocada.
Como en ese andén de Moreno donde dos argentinos humildes se enfrentaron entre sí. Un policía que arriesga la vida por un sueldo modesto fue insultado por una mujer joven que seguramente la tiene difícil como tantos argentinos para subsistir en el día a día. Pero para ella el enemigo es ese policía. Y él se siente odiado por aquellos a los que debe servir. Una de las tantas encrucijadas existenciales de una Argentina donde además la inseguridad generada por la inacción de las autoridades afecta mucho más a los de abajo, civiles y policías.
Mientras tanto, arriba, los que deben garantizar el orden y velar por la concordia social, están en otra. Disputando impunidad.
Desde abajo, se observa ese espectáculo obsceno. ¿Por qué obedecer entonces? Hay un sentimiento de inimputabilidad generalizada.
La impunidad de los de arriba siembra anomia y discordia entre los de abajo.
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