
Finalmente hoy completé la vacunación anti Covid-19 con el cóctel de vacunas (Sputnik en mayo y AstraZeneca en septiembre) en la Provincia de Buenos Aires. La experiencia vacunatoria me ha dado argumentos para reflexionar acerca de cómo es la Argentina. Porque caerle a un gobierno (sea cual fuere el color político) no excede de responsabilidad a la sociedad. Al fin y al cabo, un gobierno es el reflejo de su gente.
Concurrí al Parque Cervecero de Quilmes para recibir la segunda dosis. Tenía turno a las 13.00 horas. Completé el circuito a las 14.30 horas. ¿Qué ocurrió en esa hora y media? No mucho. Simplemente que en algún momento del mediodía finalizaba el turno mañana de los “paraenfermeros” (porque llamar enfermeros a esa gente sería una ofensa para el personal que se capacita para tan noble fin) y en algún otro momento del mediodía asumían los del turno tarde. A esa hora es cuando surge siempre el gran dilema argentino, que se impone desde hospitales hasta obras en construcción: “¿Comer o no comer?, that´s the question”. ¿Qué hicieron estos verdaderos héroes de la pandemia cuyo relevo estaba llegando tarde?… Obvio, lo más sensato… comer.
Y toda la gente que tenía turnos asignados entre las 13 y las 14 tuvo que esperar a que los primeros comieran y los segundos asumieran. (Menos mal que no se trataba de neurocirujanos, con el mismo criterio te dejarían con el marote abierto a la espera del sanguche de milanga) El “congourbano” tiene esas cosas. El aspirante a ser vacunado pasa tres filtros al ingresar, en los cuales les toman la temperatura, les comentan que van a recibir la AstraZeneca aunque no sepan si es la Covishield o la Oxford, les reciben el cartón donde consta la primera dosis, pero cuando llegan al salón de espera bajo la carpa blanca montada, ven que no hay un criterio uniforme para ordenar a quien darle primero y empiezan los “paraempleados” (denominados así porque no alcanzan la talla de empleados municipales, con eso se describe bien la situación) a preguntar si vienen por la vacuna, por cuál vacuna, por qué dosis.

Y la verdad que uno empieza a preguntarse interiormente ¿Dónde estoy? ¿En manos de quiénes? ¿Por qué estoy acá? Alboroto de muchos pero queda en bla bla bla porque el argentino es un pueblo manso. Ladra, sí. Mucho. Pero no muerde. Está “estocolmizado”. El síndrome de Estocolmo ya forma parte de su genética. No lo sufre. Casi que lo disfruta, como puede. Muchas veces con pudor. Ahí fue cuando (ahora en primera persona) me harté de la circunstancia y me acerqué a uno de los caciques de la tribu portadora de chalecos “Vacunate” color celeste. (Tribu porque su comportamiento era tribal: no comunicaban nada a nadie, se reían entre ellos, se los veía masticar los sandwiches de miga escondidos en los boxes, mientras todos esperaban a que alguno los llamara por el número asignado que a esa altura de la tarde poco servia para nada. En fin).
- “En 10 minutos comenzamos con el turno tarde”, me respondió una auxiliar sin pechera, ni chaleco, vestida de negro y con calzas negras, con mucho malestar ante mi pregunta.
A todo el auditorio le transmití a viva voz lo que me acababan de decir, para que supieran. Y eso parece que activó un poco al resto de la gente que empezó a hacer murmullos que llegaron a la tribu “Vacunate” que decidió apurar el entremé. Finalmente empezaron a llamar por el número asignado (aquel que dieran en la primera de las postas al ingresar).
- “¿Tenés al 343, Má?” - preguntó uno, a lo que “Má” (que no era su madre) le respondió:
- “Si papu, me lo llevo conmigo al box 6″.
Y así fueron llevando uno a uno a esos quilmeños (bonaerenses y argentinos, al fin), con ese profesionalismo que brinda seguridad absoluta, a recibir la segunda dosis de una vacuna que no fue diseñada como complemento de la primera, pero que para dar una respuesta frente a la impericia terminó siendo eficaz. O al menos eso es lo que dijeron los rusos después de haber inoculado a 50 azeríes ante la falta de la segunda dosis de Sputnik.
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