
Entre los muchos problemas en que se sumerge la administración de la cartera energética, hay dos que cortan transversalmente la gestión: la falta de una política tarifaria clara y determinada y la ausencia completa de planificación de la infraestructura que incluye, puntualmente, la selección y priorización de las obras financiadas con fondos estatales. La particularidad del caso es que se trata, ni más ni menos, de las dos principales políticas públicas energéticas que debe afrontar un gobierno y que son pilares fundamentales de un plan energético.
El pasado 5 de agosto se publicó en el Boletín Oficial la modificación y ampliación del Presupuesto Nacional donde se reflejan claramente estas falencias en la regulación de los servicios públicos y en la ejecución de obras de infraestructura. El Presupuesto se incrementó por un total de $708 mil millones de los cuales $654 mil millones son para gastos corrientes y $54 mil millones para gastos de capital.
El sector energético ocupa el 18% del total de los nuevos gastos. Mayormente al sistema eléctrico que a través de Cammesa recibirá $90 mil millones adicionales, que equivale al gasto de la entidad en dos meses promedio. Los otros $28 mil millones son para financiar obras de gasoductos entre los que se encuentra el que unirá Vaca Muerta con la Provincia de Buenos Aires con un presupuesto aproximado de USD 500 millones a aplicar entre 2021 y 2022.
La modificación del Presupuesto refleja las consecuencias de no tener plan ni estrategia energética. Por un lado tenemos un sistema eléctrico y gasífero que demanda cada vez más fondos para poder prestar el servicio público de distribución, y por el otro tenemos un sector hidrocarburífero que no quiere ni puede tomar riesgos para invertir pero que demanda infraestructura. Es decir, hay importantes problemas en la producción, en el transporte y en la distribución de energía que se cubren con fondos estatales.
Esto implica que el Estado argentino asuma gran parte de los riesgos del negocio. Por ejemplo, en el caso del gas, se subsidia a los productores (Plan Gas) asegurándoles un precio a gran parte de la oferta, se subsidia la diferencia entre el precio doméstico de distribución y el de importación (IEASA), se financian inversiones con el impuesto a la riqueza (YPF/Ieasa) y otras inversiones privadas con fondos de ANSES y, a través del Presupuesto, a una ser de obras de infraestructura entre las que se encuentra el Gasoducto de Vaca Muerta. La suma por estos ítems alcanza los USD 2.800 millones por año hasta el 2022, es decir, USD 5.600 en total.
En energía eléctrica la cuenta es más simple porque se destina todo a Cammesa que cubre la diferencia entre costos crecientes de generar la energía y precios congelados que paga la demanda mayorista, resultando en una dinámica alcista de subsidios. En los primeros siete meses de 2021 Cammesa recibió USD 3.200 millones, y los subsidios totales incluyendo el gas suman USD 5.000 millones hasta julio.
Si la energía eléctrica sirve para ejemplificar los efectos del atraso tarifario en el erario público, el caso del gasoducto de Vaca Muerta sirve para mostrar las malas prácticas en la formulación y ejecución de infraestructura. Esto sucede porque el proyecto está presupuestándose sin antes conocer los estudios de pre-factibilidad y factibilidad económica, financiera, social y ambiental enmarcados en el Sistema Nacional de Inversiones Públicas. Mucho menos los estudios de optimización de las obras necesarias. Desde ya, el energético no es el único sector que se aparta de las buenas prácticas internacionales ya que lo señalado sucede en la gran mayoría de las obras de infraestructura pública del país.
Al mes de agosto de 2021, el Estado argentino no ha podido articular los dos pilares fundamentales de un plan energético. Es decir, no tiene una política tarifaria definida institucionalmente y no es capaz de estudiar, seleccionar y priorizar los potenciales proyectos de infraestructura que, paradójicamente, va a financiar con dinero que no tiene.
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