
Caminaba solo. En medio del desierto. Parecía desorientado. El viento lo empujaba hacia adelante, mientras sus agotadas fuerzas para continuar lo frenaban hacia atrás. La imagen difusa, quizá por el polvo del camino o por lo amarillento del tiempo, no lograba distinguirse entre la de un hombre escapando de sus fantasmas o la de alguien enfrentando una misión. Llegó hasta un cruce de fronteras. Era su propio límite. Su punto final. Entonces, cayó rendido.
En el sueño profundo vio su vida entera, y también el mensaje de la nación que lo seguiría. Quizá lo que más lo conmovió fue descubrir en toda esa interminable y triste soledad, que no estaba solo. En ese sueño vio una escalera, que unía el cielo y la tierra. A veces, una pincelada misteriosa llena de arte en los pies logra que algunas almas unan esas dimensiones.
Justamente esta semana leemos el texto del sueño de la escalera de Jacob. La famosa escalera fue dibujada desde Rembrandt en sus grises y claroscuros, hasta Chagall, 300 años después, con sus ángeles llenos de color. Pero ninguno de los grandes maestros que la pintaron logró detectar un pequeño detalle en el relato, que lo cambia todo.
“Y soñó (Jacob): y he aquí una escalera que estaba apoyada su base en la tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y ángeles que subían y descendían por ella.” (Génesis 28:12)
Las traducciones suelen obviar detalles difíciles de traducir del idioma original. En el texto hebreo lo que dice es que la escalera estaba “apoyada su base - no en, sino - hacia la tierra”, por lo que la base debía salir desde el cielo. Por otra parte cuando dice “su extremo tocaba en el cielo”, nos describen que la base salía desde la tierra. La aparente contradicción, sólo exige agudizar la lectura. Eran dos escaleras, no una. Una que subía, la otra que bajaba.
Tal la vida. Las escaleras son dos, siempre. Un sinfín de éxitos y fracasos, tristezas y alegrías, desilusiones y conquistas. Pérdidas y victorias, lágrimas y risas, trofeos y ausencias. Pasiones y depresiones, venenos y amores, asombro y necedad. Pereza y coraje, rencores y perdones, olvido y convicción, la gloria y el derrumbe, el sinsentido y la fe.
Son muchas las voces que nos llaman a subir y elevarnos en la escalera hacia el cielo de la perfección y la gloria. Muchas veces se logra a fuerza de talento, esfuerzo, trabajo o búsqueda espiritual. Sólo que una vez allí arriba, muchos creen -o les hacen creer- que son entonces más que ángeles, que todo lo pueden, que todo lo tienen, que no necesitan rendir más cuentas, que se han ganado ese cielo, que son casi como el mismo Dios. Y olvidan que la escalera que hace subir, sólo sirve para pasar a la de al lado para entonces, volver a bajar. Porque es justamente toda esa grandeza cosechada la mayor herramienta para regresar, ser ejemplo, guía y responsable de la tierra que espera aquí abajo.
Pero también, hay veces que la vida parece decidida a llevarnos al descenso. Podemos encontrar y acusar a varios culpables del desbarranco. El entorno, o viejos mandatos, antiguas deudas, historias no redimidas, pasados no elaborados, contextos llenos de presión, pérdidas de rumbo, angustias mal canalizadas, o derrumbes y excesos varios. De pronto nos vemos en la escalera que baja profundo, a las ruinas más oscuras, a los sótanos del alma. Estábamos llamados a ganar siempre en la cancha, hasta que nos vemos perdiendo el partido más importante. Pero la vida siempre tiene dos escaleras. Sentirse en la escalera que baja es parte del viaje que nos lleva a tomar la escalera de al lado. Las caídas nos llaman a saber decidir. Si aferrarnos al derrumbe, o tomar el otro pasamanos desde donde renacer, volver a empezar y ascender otra vez.
Esta semana, sin dudas, hay un héroe que ha hecho magia con sus pies. Como Jacob, deambulando perdido y sólo por el desierto de la vida, parecía que sólo le tocaba la escalera que lo alejaba del cielo. Sin embargo, Diego logró aferrarse al pasamanos de la escalera que merecía. La de un alma y una historia que merece ser emblema y bandera. Diego Jiménez, el papá de Abigail, intentaba en el cruce fronterizo de Santiago del Estero regresar a su casa en Río Hondo. Había viajado con su hija de 12 años al Hospital de Niños de Tucumán, por el duro tratamiento oncológico que está atravesando Abigail. En medio del desierto ético santiagueño, un personaje disfrazado de ley le impidió el paso por carecer de los permisos de tránsito requeridos por la cuarentena en el contexto de la pandemia por el coronavirus. La escalera de descenso por la fragilidad de la salud, los kilómetros viajados y el agotamiento físico y emocional, se hacía más honda por la falta de criterio, de sentido común, de empatía y mínima solidaridad. Cuando Diego Jiménez se bajó del auto, cargó a su hija en brazos y empezó a caminar con ella para cruzar la frontera, hizo magia con sus pies. En ese momento, se subió a la escalera que lo llevaría para siempre a una altura que jamás soñó.
Diego hizo magia con sus pies. Como en la escalera de Jacob, él cargaba a su ángel, el mayor de los trofeos que la vida te puede dar, en sus brazos. Nos enseñó lo que es ser alguien que nos represente: un padre que no dejaría jamás un hijo a la vera del camino, por nada en el mundo. Como nada es casual, Abigail además es un nombre de origen hebreo que significa: “Mi padre es fuente de alegría”.
Diego ganó el partido más importante. El que entrega gloria. En la misma semana y el mismo país que asistió a la catástrofe vergonzosa a los ojos del mundo, de las decenas de miles de personas invadiendo la sede de Gobierno sin barbijo, ni los permisos de tránsito requeridos por la cuarentena en el contexto de la pandemia por el coronavirus.
Amigos queridos. Amigos todos.
Nuestra sociedad tiene grandes héroes. Enormes ejemplos de vida. De esos que nos enseñan que cuando nos sentimos en la escalera que nos hace bajar, es el tiempo de despertar a la oportunidad de pasar a la escalera de al lado. Que hay pinceladas de magia en los pies, que pueden acercarnos a esas nostalgia de un pasado lleno de gloria. Hay pies con un tipo de magia que nos llenan de orgullo del verdadero, en este hoy. Los pies de Diego Jiménez nos han enseñado que no hay nada peor en la vida que ya no tener ninguna escalera.
* El autor es Rabino de la Comunidad Amijai, y Presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti
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