
Más allá del hecho de que Argentina se autodenomine “federal”, desde el punto de vista fiscal continúa siendo fuertemente “unitario”, y por varias razones.
Una de ellas, es el hecho que el Estado Nacional recauda los impuestos “nacionales” a través de la AFIP (en lo referente a los grandes impuestos como IVA, ganancias, derechos de importación y exportación, entre otros) y luego los redistribuye de acuerdo a diferentes criterios establecidos por la ley de Coparticipación. Otra causa es que, debido a que –al ser tales alícuotas semejantes a lo largo y ancho del territorio– no existe mayor diferenciación impositiva entre provincias. No hay competencia fiscal relevante. En consecuencia, si estamos evaluando realizar una inversión pagaremos el mismo IVA o ganancias si invertimos en Formosa o en Buenos Aires. Podemos encontrar en la evolución del régimen de coparticipación federal de ingresos públicos uno de los fundamentos sobre los que se asienta tal situación.
Asimismo, existe una fuerte ausencia de correspondencia entre quien paga y quien gasta, según los establecido por el sistema de Coparticipación Federal de Ingresos públicos, que genera una serie de distorsiones sobre la forma en que se gasta el dinero de los ciudadanos. Dicha norma, constituye un sistema de incentivos cruzados, altamente complejo, por el cual algunas provincias recaudan más y reciben menos, y otras, experimentan lo contrario. No existe un sistema de premios y castigos para que “cada uno pague lo suyo” y, en consecuencia, los Estados provinciales no eviten desarrollar gobiernos provinciales hipertróficos. Tengamos en cuenta que los casi 4 millones de empleados públicos totales (Nación, Provincias, Municipios), 7 de cada 10 empleados públicos corresponden a los Estados provinciales. Todo esto en un contexto de un país con cerca de 6,5 millones de empleados privados registrados. El hecho de que algunas provincias gasten y otras paguen, genera un perverso “moral hazard” (“riesgo moral”: cuando un tercero paga las consecuencias de los actos) que acentúa las distorsiones.
Explica con claridad Adrián Ravier que “en 1939, … aumentó a 29% la fracción de gasto provincial financiado con transferencias nacionales. Los impuestos creados en la década de 1950 profundizaron todavía más la disociación entre las responsabilidades de gasto y de financiamiento en las provincias, que llegaron en 1960 a un 47% del gasto provincial financiado con recursos nacionales. Luego de escalar a un 62% en 1977, la proporción alcanzó su máximo histórico en 1983, con el retorno a la democracia, al fijarse en 72 por ciento... En el período 2003-2008, más del 60% del gasto público de las provincias reconoció financiamiento nacional, circunstancia más propia de una organización unitaria que de una federal”.
Federalismo competitivo
Desde la escuela de la Elección Pública (Public Choice) se desarrolló el concepto de federalismo competitivo, que analiza el circulo virtuoso que se genera en un contexto en donde las diferentes subunidades políticas de un país puedan competir entre ellas fiscalmente para atraer la inversión y, asimismo, gozar de un mayor control y exigencia de transparencia por parte de sus ciudadanos. Tal vez, un efecto similar se pueda aplicar a unidades políticas pequeñas (países con pocos habitantes) donde el control ciudadano del gasto y la exigencia de son más altas. Sin ir muy lejos, ni a países con culturas diferentes, pienso en nuestro país vecino-hermano Uruguay, donde –independientemente de quién gobierne– se pueden ver ambas cosas.
A diferencia de países fiscalmente federales, como los Estados Unidos donde cada estado (equivalente a nuestras provincias) establece su nivel en distintos impuestos, en Argentina impuestos como el IVA (Valor Agregado) son los mismos para todas las provincias. La posibilidad de establecer diferentes alícuotas impositivas permitirían a los estados –que así lo decidieran– tener la posibilidad de usar ese recurso para ser más atractivos para las inversiones. Imaginemos por un segundo qué sucedería si la provincia de Formosa pudiera cobrar un IVA diferente al que cobra la ciudad de Buenos Aires o Provincia de Buenos Aires, tal como el “sales tax” (impuesto a las venta) bajo que pudo cobrar el estado de Nevada en los Estados Unidos, para competir con los estados más consolidados, tradicionales y caros.
La ruptura entre quien paga y quien gasta se fue acrecentando a lo largo del siglo XX en la Argentina. Y es una de las causas de los incentivos que tienden a acrecentar el gasto público. Tengamos en cuenta que el hecho de que existan 23 provincias más Ciudad de Buenos Aires, cada una con sus municipios, implica (en el caso argentino) una enorme estructura burocrática. Para mencionar apenas un dato, según algunas estimaciones, la cantidad de legisladores (incluyendo Consejos Deliberantes) en nuestro país es de 55.141. Este dato excluye asesores, etc.
El centralismo fiscal favorece la concentración poblacional y económica, y todas las consecuencias que ya conocemos. Por ejemplo: la concentración geográfica en el AMBA (Área Metropolitana de Buenos Aires) dónde viven 16 (3 Ciudad de Buenos Aires + 13 Gran Buenos Aires) de los cerca de 45 millones de argentinos.
Mientras no modifiquemos este incuestionable régimen de reparto (del cual ni se habla) será muy difícil despertar la riqueza dormida del octavo país más grande (en superficie) del planeta.
El autor es Director Ejecutivo de Fundación Atlas para una Sociedad Libre. Profesor titular de Economía Política I (UCES) y Economía (Cámara Argentina de Comercio)
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