
Es 1981 y Suzanne Vega trabaja como recepcionista en un hotel de Morningside Heights, un barrio al noroeste de Manhattan. El 18 de noviembre, bajo un cielo encapotado, Vega entra a Tom´s Restorant, en la esquina de 112 y Broadway, un bar tradicional de la zona, propiedad, por generaciones, de una familia griega. Mientras toma el café, lee el New York Post. Levanta la vista del diario y recuerda una conversación que tuvo días atrás con su amigo, el fotógrafo Brian Rose, preso de un desengaño amoroso. Rose le dice que ve su vida como a través de un cristal.
Vega vuelve al diario mientras el mozo llena otra vez su taza de café. Sabe que le quedan unos minutos antes de correr hacia el subterráneo e ir a su trabajo. Tiene 21 años. Compone canciones con sonido folk, que canta en lugares pequeños en el Village, con suerte diversa. Lee en el diario que ha muerto un actor que –asegura- era conocido, aunque no para ella. El apresurado obituario de William Holden dice que murió borracho y que lo encontraron muerto en su casa hace dos días. A Vega le queda sólo un sorbo de café, pero ella estira su tiempo libre mirando las tiras cómicas de la última página. Ahora mueve su mano izquierda pidiendo la cuenta.
Entonces la ve. Del otro lado del cristal de la esquina que da a Broadway, una mujer, de edad indefinida, la mira fijamente. Está mal vestida y parece congelada en su sitio. Vega parpadea, duda. La mujer se acomoda el vestido, las medias y hace gestos. Al rato, Vega cae en cuenta que la mujer no la ve a ella sino a su propio reflejo.
When I'm feeling
Someone watching me
And so
I raise my head
There's a woman
On the outside
Looking inside
Does she see me?
No, she does not
Really see me
'Cause she sees
Her own reflection
El mozo muerde el ticket bajo la taza de café, mientras Vega sigue a la mujer con la vista. Deja unos dólares y empieza a caminar por Broadway, sin ver ya a la mujer, que se perdió en la muchedumbre. Esa noche compone Tom´s Diner, una de las más bellas, perturbadoras y simples canciones de pop jamás escritas. La canción tiene una melodía frágil y describe lo que ella hizo, en ese café, el 18 de noviembre. Inicialmente la concibe para piano y como soundtrack de una hipotética película francesa, pero luego cae en la cuenta de que no tiene amigos pianistas, ni una película a mano. Así que decide violar un tabú y graba la canción a cappella, sin más ayuda que su voz quebradiza.
La canción es tonalmente tan perfecta que la ciencia la ha estudiando desde entonces. Los ingenieros de sonido la usan para probar un nuevo sistema de comprensión de archivos: el mp3, que revoluciona la música en los ´80. Es un éxito tan inmediato como imprevisible: en una época de ruido musical atronador, Vega revoluciona el negocio musical con una melodía inaudible. Las versiones se suceden y un cover trip-hop hecho por un dúo británico le agrega sonidos beats, sólo para vender millones de discos. Pero nada iguala a la versión original, grabada con su voz desnuda.
A fines de 1983 mi vida entró brutalmente en una curva del espacio-tiempo. Estaba estudiando Ciencia Política en Rosario, para luego entrar a la carrera diplomática. La inesperada muerte de mi hermano desbarató mis planes y devastó la vida familiar. Aturdido, regresé a mi ciudad. Sólo podía pensar en él. Comencé a visitar los sitios a los que él iba, hacerme amigo de sus amigos y quedarme en una casa que él tenía a la vera del río en las afueras de la ciudad. Su presencia era implacable, los inviernos eran durísimos: la vida se había detenido. Un día, conocí a una descendiente de italianos, fresca y bella. La atormenté con mi tristeza y con esta canción, hasta que ella –razonablemente- se fue con un amigo mío a formar una hermosa familia. Entonces volví a Rosario, terminé mis estudios y poco después ingresé a la carrera diplomática, para dar vueltas por el mundo por casi 30 años.
Ayer, luego de un duro día de trabajo en la convulsionada Caracas, la radio local me trajo esa melodía. Detuve el auto, bajé –imprudentemente- los cristales y la escuché completa, mientras miraba cómo las montañas de El Ávila se volvían rosadas. Llegué a casa y empecé a investigar sobre la canción. Tardíamente descubrí que –habiendo vivido por años en Nueva York- podría haber conocido el bar de esta historia.
Ahora busco la canción en Youtube. Tengo suerte: hay energía eléctrica hoy y la conexión no es mala. La voz de Vega parece quebrarse, se balancea entre la perfección y la caída sin red en el desafino. Pero se frena a tiempo. Vega hace algo tan humano que la vuelve única: respira. Y vuelve una y otra vez a la carga. Escuchando la canción, tememos por ella y por ese sonido, delicado y elegante.
Siempre me pregunté por qué me ha resultado tan sobrecogedora esa melodía. Buscando mejorar esas preguntas, hace 20 años escribí un cuento en La Habana que se llama “Jugo de naranja”. Busqué, infructuosamente, agregarle sentido a la historia, que sirviera para algo, que fuera un mecanismo para enviar un mensaje. A veces creo que esta canción sólo es la versión musical de una pintura de Hooper, quien retratara como nadie al pueblo más solitario del mundo. ¿Entra el sol, en diagonal, en ese cuadro? ¿Hay una persona mirando el diario sin mirarlo? ¿Están esperando algo, ensimismados, como los personajes de Hooper?
Otras veces creo que su belleza se basa en reflejar el equívoco. Vega piensa que la mujer la mira a ella, pero la mujer sólo miraba su propio reflejo. ¿La canción nos habla de la soledad, del malentendido, del ego? ¿Nos habla de la imagen que generamos en el otro, o el reflejo del otro en nuestras vidas? ¿Vega se veía a sí misma? ¿Si la mujer de la ventana sólo se veía a sí misma, todos nos estamos mirando a nosotros mismos? ¿O estamos mirando sólo para ver si los otros nos ven?
La canción, habla, también, de una pausa. De un momento de sosiego en medio del remolino ese que es la vida. Miramos y creemos ver algo. Es sólo un momento, fugaz, en el que el planeta parpadea. Vega ve eso y lo escribe, habla de ese día suyo y de estos días nuestros, de este correr sin parar, de estos días sin huella.
El mozo –dice la canción– trae la mitad del café que le falta, la jarra con la leche y la cuenta. Pero no la mira. Hay un mozo que alcanza un café con la vista perdida en la gran avenida. ¿Dónde mira el mozo? ¿Estamos en este lugar? ¿Estamos solos, incluso, rodeados de gente? ¿Divagamos? ¿Es el tamaño del país? ¿Es la distancia formal del anglosajón? ¿Es el capitalismo? ¿Es la amabilidad seca y distante de la ética protestante? No sabemos. Vega, claramente, tampoco lo sabe. Pero nos pide que nos miremos, de frente, por un momento, para empaparnos de extrañeza y –sorprendidos- nos demos cuenta de que todos estamos, solos y juntos, en esto.
El autor es diplomático argentino en Venezuela
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