
La Ley Trasciende es una iniciativa ciudadana presentada por Samara Martínez Montaño, paciente con padecimientos crónico-degenerativos y activista por la muerte médicamente asistida, quien la ingresó ante la Cámara de Diputados el 29 de octubre de 2025 con el fin de despenalizar la eutanasia en México. La propuesta ha tenido visibilidad mediática y ha generado un debate nacional sobre la autonomía y el papel del Estado frente a prácticas que implican intervenir directamente en el final de la vida. Para un sector de la sociedad, la propuesta representa un avance en la autonomía personal y el derecho a decidir sobre la propia muerte. Sin embargo, desde una perspectiva jurídica, bioética y social, existen preguntas que merecen mayor reflexión antes de abrir la puerta a un cambio legislativo de esta magnitud.
En efecto, en un país con profundas carencias en atención médica, desigualdad social y deficiencias en cuidados paliativos, la despenalización de la eutanasia no puede analizarse como una medida aislada. Por el contrario, nos obliga a preguntarnos si estamos realmente fortaleciendo la autonomía o abriendo espacios de vulnerabilidad. La iniciativa sostiene que la eutanasia es un acto libre y consciente; sin embargo, cualquiera que haya acompañado a una persona con dolor intenso, miedo, angustia o soledad sabe que la autonomía en esos momentos es profundamente frágil. Las solicitudes no siempre surgen del sufrimiento o dolor, sino también del temor a ser una carga para la familia, de la depresión no tratada, del aislamiento social o de la pobreza. Estos factores distorsionan la libertad de elección y hacen necesario cuestionar si una decisión tomada bajo vulnerabilidad extrema puede considerarse plenamente autónoma.

Así mismo, la propuesta ha sido presentada como un acto de empatía, pero la empatía no consiste en ayudar a que alguien muera; implica cuidar, acompañar, aliviar el dolor, ofrecer apoyo emocional y recordar que la vida conserva valor incluso en la fragilidad. En este diálogo, resulta imposible ignorar el papel de los cuidados paliativos, que deberían ocupar un lugar central en cualquier debate sobre el final de la vida. En México, sin embargo, su disponibilidad es profundamente desigual: muchas personas no cuentan con manejo adecuado del dolor, acompañamiento en casa, apoyo psicológico ni seguimiento especializado. Mientras esa deuda estructural persista, hablar de eutanasia es hablar desde una falsa elección, porque no puede considerarse libre la decisión de morir cuando el Estado no garantiza primero las condiciones para vivir sin dolor y con un acompañamiento digno.
Fortalecer los cuidados paliativos evitaría que la muerte asistida se convierta en una salida frente a un sistema de salud insuficiente que no responde a las necesidades más básicas al final de la vida.
Antes de abrir la puerta a la eutanasia debemos preguntarnos: ¿los mexicanos tenemos acceso a los cuidados paliativos?, ¿se han atendido las desigualdades que hacen que algunas personas sientan que su vida no vale?, ¿se ha garantizado acceso real a tratamientos, apoyo psicológico y redes comunitarias?
Es cuestionable ofrecer la muerte como alternativa cuando el Estado no garantiza plenamente las condiciones para vivir sin dolor, con acompañamiento y con dignidad hasta el final. La muerte digna no se logra acelerando la muerte, sino evitando el abandono y el sufrimiento.
La verdadera empatía de un Estado no está en facilitar la eutanasia, sino en acompañar a cada persona hasta el final de su vida con compasión, recursos y apoyo.
La discusión sobre la eutanasia merece seriedad, profundidad y respeto, pero también requiere responsabilidad.
La iniciativa “Ley Trasciende” parte de una intención legítima y noble: aliviar el sufrimiento humano. Sin embargo, desde una postura crítica, persisten aspectos que requieren un examen mucho más profundo, como los riesgos para personas vulnerables, las limitaciones del consentimiento, la falta de controles institucionales sólidos, la ausencia de un verdadero fortalecimiento de los cuidados paliativos y los conflictos bioéticos y jurídicos que implica intervenir directamente en la terminación de la vida.
Una política pública de fin de vida realmente centrada en la dignidad, debería priorizar el acceso universal a cuidados paliativos, el acompañamiento integral, el apoyo psicosocial a las familias, medidas contra el abandono y la soledad, y tratamientos accesibles y continuos. Solo bajo estas condiciones la discusión sobre la dignidad en el final de la vida podrá avanzar sin que la propuesta de solución sea, paradójicamente, la eliminación de la vida misma.
Una sociedad verdaderamente justa no responde al dolor con la muerte, sino con protección y cuidado. El Estado tiene la responsabilidad jurídica y ética de asegurar que cada persona viva sus últimos días con dignidad, apoyo y alivio, no con la sensación de que su vida dejó de tener valor. La verdadera humanidad se demuestra acompañando, no acelerando el final.
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