
A lo largo de la historia de la humanidad, los puntos más altos de la geografía han sido considerados espacios sagrados, verdaderos ejes del universo donde se encuentran lo terrenal y lo divino. En México, uno de los ejemplos más significativos de este simbolismo es el Monte Tláloc o Tlacotépetl, un volcán inactivo que conserva en su cima los restos de un antiguo templo prehispánico.
Este emblemático monte se localiza entre los municipios de Texcoco e Ixtapaluca, en el Estado de México, y alcanza una altitud de 4,120 metros sobre el nivel del mar, lo que lo convierte en la novena montaña más alta del país. Junto con el Telapón y otros cerros, forma parte de la Sierra de Río Frío, integrada a su vez en la Sierra Nevada.
Por su ubicación privilegiada, el Monte Tláloc se encuentra dentro del Parque Nacional Izta-Popo, una de las primeras áreas naturales protegidas de México. Su majestuosidad natural y su cercanía con el antiguo Lago de Texcoco lo convirtieron en un sitio de enorme importancia religiosa para los pueblos que conformaron la Triple Alianza.
El monte fue consagrado al dios Tláloc, deidad de la lluvia, las tormentas y la fertilidad agrícola. Para rendirle culto, los pueblos nahuas construyeron una calzada de más de 150 metros de longitud que conduce hasta un templo ubicado en la cima. Los vestigios arqueológicos de esta construcción se sitúan entre los años 300 y 350 después de Cristo.
Aunque para muchos resulta difícil de creer, el Monte Tláloc alberga uno de los templos a mayor altitud del mundo. Gracias a la altura del altiplano central, el sitio es considerado el yacimiento arqueológico más elevado de toda Mesoamérica.

Uno de los aspectos más sorprendentes de este sitio sagrado es su relación con los fenómenos astronómicos. Cada año, alrededor del 12 de febrero, es posible observar desde su cima un espectacular amanecer que se alinea entre el Pico de Orizaba y La Malinche, creando el efecto de una “montaña fantasma”. Esta fecha coincide simbólicamente con el inicio del calendario mexica.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el Monte Tláloc no solo fue un lugar de peregrinación, sino también un tetzacualco u observatorio astronómico. Tras las largas caminatas rituales, los grupos realizaban ceremonias para atraer buenas cosechas y mantener el equilibrio con la naturaleza.
Entre los restos arqueológicos localizados destacan petrograbados con figuras de anfibios, serpientes, tortugas y otros animales asociados al culto del agua. Para el arqueólogo Víctor Arribalzaga, de la Dirección de Estudios Arqueológicos del INAH, estos elementos representan el Tlalocan, el “paraíso de Tláloc”. “Todos esos petrograbados tenían la función de modificar el paisaje simbólicamente para invocar las lluvias y los ciclos de las estaciones”, explicó el especialista.
Además de su función religiosa y astronómica, el Monte Tláloc también cumplía un papel estratégico como fortaleza natural. Desde sus alturas era posible vigilar posibles incursiones de los tlaxcaltecas, enemigos históricos de los mexicas. El templo, visible a grandes distancias, proyectaba una imagen sagrada y celestial sobre el paisaje.
Hoy, el Monte Tláloc sigue siendo un testimonio vivo del profundo vínculo entre la naturaleza, la astronomía y la espiritualidad prehispánica, recordándonos que las montañas no solo eran territorio, sino también puentes hacia los dioses.
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