
La línea que separa a China de Taiwán no es solo una frontera geográfica de poco más de 160 kilómetros; es una herida histórica que atraviesa la identidad política de Asia y define uno de los dilemas más profundos del orden internacional contemporáneo. Para comprender lo que está ocurriendo hoy —con ejercicios militares, tensiones diplomáticas y disputas narrativas— es necesario mirar hacia atrás.
El conflicto tiene sus raíces en 1949, cuando el Partido Comunista Chino, liderado por Mao Zedong, proclamó la República Popular China tras derrotar al Kuomintang en la guerra civil. El gobierno derrotado, encabezado por Chiang Kai-shek, se refugió en la isla de Taiwán, donde estableció su propia administración bajo el nombre de República de China.
Desde entonces, Pekín ha considerado a la isla como una provincia rebelde, parte inseparable de su territorio histórico. La llamada política de “una sola China” se ha convertido en el eje diplomático de la nación: para el gobierno chino, no existe un “Taiwán independiente”, sino un proceso de reunificación inconcluso.
A lo largo del siglo XX, las tensiones fueron cíclicas. Las crisis del estrecho de Taiwán en 1954 y 1958, los bombardeos de las islas Kinmen y Matsu y la posterior intervención de Estados Unidos marcaron la etapa más tensa de la Guerra Fría en Asia. Con el reconocimiento de la República Popular China en la ONU en 1971, y el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y Pekín en 1979, Taiwán perdió progresivamente su representación internacional. Hoy, menos de una veintena de países mantienen vínculos diplomáticos formales con Taipéi.
En las últimas décadas, sin embargo, Taiwán ha consolidado una democracia vibrante, una economía de alta tecnología y una identidad nacional cada vez más distante del continente.
El 65% de su población se identifica hoy como exclusivamente taiwanesa, una cifra que contrasta con el 18% que aún se considera tanto china como taiwanesa. Este cambio generacional es, sin duda, una de las razones por las cuales Pekín endurece su retórica: la isla ya no se percibe a sí misma como una extensión cultural del continente, sino como una entidad autónoma y moderna.
Durante los últimos tres años, la presión militar china ha alcanzado niveles sin precedentes.
En 2024 se registraron más de cinco mil incursiones de aeronaves del Ejército Popular de Liberación alrededor de la zona de defensa aérea de Taiwán, una cifra récord que muestra el grado de intimidación sistemática. Este año, los ejercicios “Strait Thunder 2025” involucraron más de 130 aviones y casi 40 buques de guerra en maniobras que simulaban un bloqueo naval de la isla. Paralelamente, el discurso político de Xi Jinping ha pasado de
un tono aspiracional a uno imperativo: la reunificación no es solo un deseo histórico, sino una meta que define el “rejuvenecimiento nacional” de China.
El reciente acto conmemorativo en Pekín por el 80.º aniversario de la “retrocesión” de Taiwán a China, celebrado el 25 de octubre, es un ejemplo simbólico de cómo Pekín está reforzando su narrativa histórica. En esa fecha, en 1945, Japón devolvió la isla al gobierno chino tras la Segunda Guerra Mundial, y para la dirigencia actual ese episodio representa la legitimidad de su reclamo. Desde la perspectiva china, no hay ocupación ni expansión: hay un proceso de recuperación territorial y reparación histórica.
Esa narrativa tiene coherencia dentro del marco ideológico del Partido Comunista. La defensa de la integridad territorial se convierte en una cuestión existencial: permitir que Taiwán opere como un estado plenamente independiente abriría la puerta a cuestionamientos similares en otras regiones sensibles como Tíbet o Xinjiang. La reunificación, por tanto, se plantea no como una opción, sino como una obligación moral y política. Pekín sostiene que su prioridad es lograrla por medios pacíficos, aunque las demostraciones de fuerza buscan dejar claro que la paciencia tiene límites.
A diferencia de lo que muchos analistas occidentales interpretan como una “amenaza inminente de invasión”, el juego chino se mueve en una lógica más estratégica: mantener una presión constante —militar, diplomática, económica y psicológica— que desgaste a Taiwán y disuada a Estados Unidos de ofrecerle apoyo ilimitado. Es una táctica de la “zona gris”, donde no hay guerra abierta, pero tampoco paz. Esa ambigüedad es el terreno donde China se siente más cómoda: controla los tiempos, marca la agenda y redefine los límites de lo aceptable sin cruzar el umbral del conflicto total.
La creciente asertividad china no puede entenderse solo como expansionismo; responde también a una necesidad interna de estabilidad y legitimidad. En un momento de desaceleración económica y tensiones sociales, reafirmar el nacionalismo se convierte en una herramienta para consolidar la cohesión del país. Xi Jinping ha sabido usar la causa de Taiwán para proyectar fuerza y liderazgo en el escenario interno y externo, situando aChina como una potencia que exige reconocimiento, respeto y autonomía frente al modelo occidental.
El pulso entre China y Taiwán ya no es un asunto regional: es un termómetro del poder global. Lo que ocurre en el estrecho tiene repercusiones directas sobre la arquitectura de seguridad del siglo XXI, donde la tensión entre soberanía, poder económico y control tecnológico marca el rumbo de la política internacional.
Desde el punto de vista geopolítico, el estrecho de Taiwán es una de las rutas marítimas más estratégicas del planeta. Por allí transita casi el 40 % del comercio marítimo mundial y una proporción aún mayor de semiconductores, productos esenciales para toda la economíadigital. El fabricante taiwanés TSMC concentra cerca del 60 % de la producción global de chips avanzados, lo que convierte a la isla en el corazón tecnológico del mundo. Una crisis militar prolongada interrumpiría las cadenas de suministro globales, afectando desde los autos en México hasta los satélites europeos.
China, consciente de esa interdependencia, combina la presión militar con una estrategia económica de largo aliento. A través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, Pekín ha consolidado corredores marítimos y logísticos que reducen su dependencia de Taiwán y de los cuellos de botella controlados por Occidente. Al mismo tiempo, amplía su influencia diplomática: hoy mantiene relaciones formales con más de 180 países, frente a los escasos aliados diplomáticos que aún reconoce a Taipéi.
Para muchos países asiáticos —incluidos Japón, Corea del Sur, Filipinas y Vietnam—, el ascenso chino es ambivalente. Por un lado, representa una oportunidad económica; por otro, una amenaza latente. El refuerzo de alianzas militares como el AUKUS (Australia- Reino Unido-EEUU) o el Quad (EEUU, Japón, India y Australia) refleja la preocupación ante una China más decidida a redefinir el statu quo marítimo. Pekín, sin embargo, interpreta estos pactos como instrumentos de contención que buscan frenar su legítimo ascenso.
Desde una perspectiva objetiva, el argumento chino tiene fundamentos históricos y jurídicos: la mayoría de los países del mundo reconocen a la República Popular China como único representante legítimo del Estado chino, y el principio de “una sola China” es parte de resoluciones adoptadas por Naciones Unidas. Pero el problema no es solo legal, sino emocional y simbólico. Taiwán, con su democracia consolidada, sus libertades civiles y su identidad moderna, se ha convertido en un espejo incómodo del éxito alternativo al modelo continental.
La tensión, por tanto, no solo se juega en los cielos o los mares, sino en el terreno de las narrativas. Mientras China habla de reunificación, Occidente habla de libertad; mientras Pekín invoca la soberanía, Washington invoca la defensa de la democracia. Ambos discursos se retroalimentan y polarizan el espacio público internacional.
A escala global, el caso de Taiwán revela una transformación más amplia: el paso de un mundo unipolar, dominado por Estados Unidos, hacia un orden multipolar en el que China, India, Rusia y potencias intermedias reclaman un papel más activo. Lo que está en juego no es solo la isla, sino el modelo de gobernanza global que prevalecerá en las próximas décadas.
Desde América Latina, esta disputa puede parecer lejana, pero sus implicaciones son profundas. China se ha convertido en el segundo socio comercial de la región y el principal en países como Brasil, Chile y Perú. En México, las inversiones chinas en sectores de manufactura, automoción y energía crecen a doble dígito cada año, mientras el comercio bilateral supera ya los 110 mil millones de dólares anuales. Esta interdependencia económica hace que los países latinoamericanos adopten posturas prudentes: reconocen la política de “una sola China” y evitan cualquier gesto que pueda interpretarse como apoyo al independentismo taiwanés. México, en particular, ha mantenido una línea de neutralidad constante desde el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Pekín en 1972. A lo largo de los distintos gobiernos, la posición mexicana ha sido clara: respeto a la soberanía de los Estados y no injerencia en asuntos internos. Esa tradición diplomática —heredera del llamado “doctrina Estrada”— ha permitido mantener relaciones estables tanto con China como con Estados Unidos, evitando alineamientos automáticos en un contexto de rivalidad creciente entre ambas potencias.

Sin embargo, la neutralidad no debe confundirse con indiferencia. Lo que ocurre en Asia afecta directamente a la seguridad y a la economía latinoamericana. Una crisis en el estrecho de Taiwán alteraría los mercados energéticos, las rutas comerciales del Pacífico y los flujos de inversión tecnológica. En ese escenario, México y América Latina podrían desempeñar un papel estratégico como socios de equilibrio, promotores de diálogo y diversificación económica.
El desafío para la región será encontrar su voz propia en este tablero. América Latina, históricamente acostumbrada a observar los conflictos desde la distancia, tendrá que definir una política exterior más activa ante las nuevas dinámicas del poder global. Y México, por su peso diplomático y económico, podría ser un mediador natural: un país con vínculos profundos con Estados Unidos, pero también con la credibilidad suficiente para dialogar con China sin desconfianza.
La disputa entre China y Taiwán es mucho más que un conflicto territorial: es una disputa por el significado mismo de la soberanía en la era global. Representa el choque entre un modelo civilizatorio centrado en la unidad nacional y otro basado en la autodeterminación democrática. Entender sus matices, sin prejuicios ni maniqueísmos, es el primer paso para construir una visión internacional más madura, donde el poder no se mida solo por la fuerza, sino por la capacidad de evitar que las tensiones se conviertan en guerras. China ha mostrado que su ascenso no es una anomalía, sino una consecuencia de su historia, su tamaño y su proyecto de largo plazo. Y aunque su narrativa de reunificación genera recelos, también refleja una convicción profunda: la idea de que el siglo XXI será, inevitablemente, un siglo asiático. Para América Latina —y para México en particular— el reto no es elegir un bando, sino entender la magnitud del cambio que se está produciendo.
Porque, al final, lo que se juega en el estrecho de Taiwán no es solo el destino de una isla, sino el futuro del equilibrio global. Y ese equilibrio, tarde o temprano, tocará también nuestras costas.
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