Veredicto histórico: lo que La Haya cambia hoy en Darfur

desde 2023, las Fuerzas Armadas de Sudán y la RSF disputan el control en una guerra abierta que ha multiplicado víctimas y hambruna

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TALYA ISCAN, Academica de la
TALYA ISCAN, Academica de la Escuela de Gobierno y Exonomia de la Universidad Panamericana y de la Facultad de Empresariales, experta en política internacional y seguridad

Darfur es un territorio del oeste de Sudán que, desde 2003, quedó marcado por una contrainsurgencia feroz: operaciones del ejército y milicias Janjaweed contra comunidades fur, zaghawa y masalit derivaron en masacres, violencia sexual sistemática y desplazamientos masivos. Años después, el país volvió a fracturarse: desde 2023, las Fuerzas Armadas de Sudán y la RSF disputan el control en una guerra abierta que ha multiplicado víctimas y hambruna, con ciudades sitiadas y corredores humanitarios intermitentes. En este marco de impunidad casi rutinaria, la condena de la Corte Penal Internacional contra Ali Muhammad Ali Abd-Al-Rahman, conocido como Ali Kushayb, por crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos en 2003–2004, rompe una inercia: reconoce la existencia de un plan para atacar a la población civil y fija responsabilidad penal individual por ejecuciones, persecución, deportaciones y violencias sexuales.

La decisión no repara por sí sola el daño ni detiene la guerra en curso, pero establece un relato jurídico verificable frente a años de negacionismo y dilación, y presiona para que otros acusados —incluido el expresidente Omar al-Bashir— enfrenten la justicia. La relevancia del fallo radica en tres planos: reordena incentivos (quien coopera puede reducir su exposición), produce memoria judicial (hechos, patrones, cadenas de mando) y ofrece un marco para futuras investigaciones sobre atrocidades que hoy se repiten bajo otras banderas. Es una grieta en el muro de la impunidad, modesta pero real, en una región donde la violencia se renueva con cada tregua fallida.

Desde América Latina, Darfur no es un espejo lejano. La región ha abrazado el Estatuto de Roma con una convicción que ahora se pone a prueba: la condena en La Haya invita a fortalecer fiscalías especializadas, protocolos de investigación de crímenes internacionales y cooperación judicial transfronteriza. También obliga a mirar hacia adentro: control de empresas militares y de seguridad privadas, debida diligencia en la contratación estatal y sanciones financieras selectivas cuando aparezcan nexos con redes de armas, mercenarios o lavado. La dimensión informacional del conflicto—propaganda, desinformación, operaciones psicológicas— resuena con nuestras propias batallas por el sentido: ecosistemas mediáticos polarizados, plataformas que premian lo incendiario y campañas que convierten la mentira en herramienta de guerra cultural.

Si algo enseña Darfur es que la justicia internacional avanza cuando hay custodia y archivos, cuando la documentación se cuida y las víctimas encuentran canales de voz. El desafío latinoamericano es doble: sostener el compromiso con la jurisdicción internacional sin convertirlo en gesto vacío, y traducir ese compromiso en políticas públicas que prevengan la exportación de violencia —personas, tácticas, capitales— hacia o desde nuestros países. La columna vertebral del caso Darfur es simple y exigente: nadie por encima de la ley, ni siquiera en el desorden de una guerra distante. Esa promesa, si se hace práctica, también nos concierne.

La otra cara del veredicto no está en el tribunal, sino en los relatos que circulan antes y después. En guerras como la de Darfur, la violencia también es narrativa: decide qué se ve y qué se oculta. Si América Latina quiere aprender algo útil, conviene mirar primero su propio ecosistema informativo: redacciones con poco tiempo, dependencia de fuentes oficiales y poca inversión en verificación en terreno. La impunidad se alimenta de los eufemismos: cuando a una “masacre” se le llama “incidente”, cuando las víctimas se vuelven “daños colaterales”, cuando se reparten culpas para evitar conflictos diplomáticos. Un fallo judicial ayuda a romper esas excusas, pero no sustituye el trabajo de periodistas, editoras y audiencias atentas.

También nos interpela como instituciones. Firmar tratados no basta si no hay capacidad técnica. Se necesitan fiscalías que sigan el rastro del dinero y las armas, que conviertan testimonios en evidencia y que cooperen con otros países. Los crímenes internacionales casi nunca son obra de una sola persona: hay cadenas de mando, proveedores, empresas pantalla. Ahí suele fallar la región: controles débiles sobre empresas de seguridad, compras públicas poco transparentes, registros que esconden a los verdaderos dueños y bancos que aún no detectan operaciones ligadas a conflictos.

La ciudadanía también es clave. No tiene sentido condenar atrocidades lejanas si normalizamos, en casa, la tercerización de la violencia o la manipulación informativa. Las universidades pueden crear clínicas jurídicas para ayudar a víctimas y diásporas; los colegios de periodistas, guías de cobertura que eviten el morbo sin caer en la indiferencia; y las plataformas, reglas claras sobre cómo amplifican contenidos y cómo cooperan con verificadores.

La política exterior puede actuar sin estridencias: exigir debida diligencia a empresas con operaciones en zonas de conflicto, aplicar sanciones selectivas a quienes lucren con la guerra, fortalecer la cooperación con fiscalías y misiones de investigación, apoyar corredores humanitarios y a quienes documentan violaciones en terreno. No se trata de alinearse con uno u otro bloque, sino de tener una brújula: impedir que nuestro territorio, nuestros servicios o nuestro sistema financiero se vuelvan parte del problema.

La condena por Darfur no arregla el pasado ni detiene la violencia actual, pero sí pone las cosas en claro: hay hechos, hay responsables, hay patrones. Si queremos estar a la altura, toca traducir esa claridad en políticas sostenidas y en una cultura pública menos cínica ante el dolor ajeno. La distancia geográfica ya no es un escudo: vivimos conectadas y conectados, y las consecuencias cruzan fronteras con rapidez.

Este veredicto es histórico porque es la primera condena de la Corte Penal Internacional por las atrocidades de Darfur y llega mientras el país sigue en guerra, no décadas después. Envía tres mensajes claros: que la impunidad tiene costo real aun en contextos caóticos; que los testimonios, archivos y peritajes pueden convertirse en sentencia si hay cooperación; y que ataques contra civiles y violencia sexual son crímenes perseguibles al máximo nivel. Además, reordena incentivos para actores armados y autoridades que hoy calculan el riesgo de ser juzgados, fortalece el Estatuto de Roma en regiones que sí lo aplican (como América Latina) y abre camino para ejecutar órdenes pendientes contra responsables de mayor jerarquía. En simple: no cierra el conflicto, pero levanta un estándar que cualquier Estado, banco, empresa o intermediario deberá considerar antes de financiar, encubrir o normalizar la violencia.

Entonces, ¿vamos a quedarnos mirando o vamos a ajustar nuestras propias prácticas para que la justicia internacional tenga sentido también aquí? ¿Qué cambios concretos estamos dispuestas y dispuestos a impulsar desde los medios, las instituciones y la ciudadanía?

** Las expresiones emitidas en esta columna son responsabilidad de quien las escribe y no necesariamente coinciden con la línea editorial de Infobae México, respetando la libertad de expresión de expertos.