
El 22 de septiembre, la Asamblea General volvió a demostrar que la política internacional no se mueve solo por gestos, sino por umbrales de tolerancia: el de hoy respecto a Palestina ya no admite la ambigüedad de antes. El clima fue el de una normalización acelerada del reconocimiento y, sobre todo, de la idea—tan vieja como negada—de que la solución de dos Estados es el único marco capaz de convertir una guerra interminable en un equilibrio imperfecto pero habitable.
No es una consigna nueva: en 1947, la Resolución 181 de la ONU recomendó la partición del Mandato Británico en dos Estados y un estatuto internacional para Jerusalén. Aquella votación quedó grabada en cifras—33 a favor, 13 en contra, 10 abstenciones—y en una promesa incumplida que atravesó guerras, ocupación y una expansión de asentamientos que volvió la geografía del acuerdo cada año más estrecha. En 1967 llegó la Resolución 242 (territorios a cambio de paz), en 1973 la 338, en 1948 la 194 sobre los refugiados; en 2012, la Asamblea elevó a Palestina al rango de Estado observador no miembro con 138 votos favorables. El 22 de septiembre fue, en ese recorrido, un golpe de realidad: después de décadas de administrar el conflicto, la comunidad internacional empieza a admitir que sin Estado palestino no habrá seguridad israelí ni paz regional.
No hay ingenuidad en reconocer a Palestina; hay cálculo. El reconocimiento no es un premio ni una absolución: es una herramienta para reordenar incentivos. Primero, fija la brújula en las fronteras de 1967, con intercambios acordados y garantías verificables; segundo, coloca el foco en la reforma de la Autoridad Palestina y en la reunificación de un liderazgo con legitimidad renovada; tercero, sube el costo político y jurídico de los hechos consumados sobre el terreno. Hoy se estima que la población colona en Cisjordania y Jerusalén supera el medio millón de personas; cada vivienda que se levanta sin acuerdo es una línea más que adelgaza la viabilidad territorial de la solución de dos Estados. Y, sin embargo, la alternativa—un único Estado sin igualdad plena o una ocupación perpetua—no es aceptable ni sostenible para nadie.
México se mueve en este tablero con una brújula conocida: derecho internacional, no intervención y solución pacífica de controversias. Ha respaldado de manera consistente la solución de dos Estados y ha acompañado en la Asamblea los textos que piden protección de civiles, acceso humanitario y cumplimiento del derecho internacional humanitario. Para México, el momento es una oportunidad y una exigencia. Oportunidad, porque el país puede articular cooperación concreta—apoyo a un sistema de cuidados y reconstrucción con perspectiva de género, protección de periodistas y defensoras, fortalecimiento institucional en seguridad civil—que conecte su discurso de igualdad sustantiva con acciones medibles. Exigencia, porque la credibilidad hoy se audita en decisiones presupuestales, no en adjetivos.
Conviene decirlo sin rodeos: lo ocurrido el 22 de septiembre es condición necesaria, no suficiente. Un reconocimiento sin calendario, sin verificadores y sin arquitectura de seguridad es apenas una foto. Hacen falta tres cosas. La primera, un congelamiento efectivo de asentamientos y un marco para su reversión o compensación; sin territorio contiguo, el
Estado palestino es una abstracción. La segunda, una reforma profunda del aparato político palestino que rinda cuentas, unifique mando civil y seguridad y pueda negociar con mandato claro. La tercera, garantías internacionales para Israel que no se queden en los titulares: monitoreo de fronteras, cooperación antiterrorista, etapas de cumplimiento con sanciones por incumplimiento y un paquete económico que premie la paz y penalice la violencia. La región ha probado de sobra que los vacíos los llenan los extremos.

¿Por qué no se “ha pasado” el conflicto, si la receta parece tan evidente? Porque no es un solo conflicto, sino cuatro superpuestos: una disputa territorial que la realidad en el terreno corroe día a día; un problema de seguridad simétricamente traumático; una tragedia de derechos humanos que acumula generaciones de agravio y refugio; y una crisis de legitimidad en ambos liderazgos. Cuando uno de esos frentes se ignora, los otros tres lo sabotean. El resultado es la administración de lo insoportable. La Asamblea, con todas sus limitaciones, vuelve a ser el foro donde ese nudo se nombra y se obliga a elegir: símbolos o arquitectura.
El lector exigirá cifras, y con razón. Más de dos tercios de los Estados miembros de la ONU reconocen hoy al Estado de Palestina; ese dato, sumado al estatus de 2012 como Estado observador, abre puertas a jurisdicciones internacionales y eleva el costo de la excepcionalidad permanente. Otro número incómodo: el proceso de paz lleva más de una década sin negociación sustantiva; en ese vacío crecieron tanto las redes de violencia como los incentivos para la inercia. Y uno más, silencioso pero decisivo: la economía del cuidado y la reconstrucción—siempre feminizadas—determinan la posibilidad de una paz social que no dependa del próximo alto el fuego.
El 22 de septiembre, la Asamblea no prometió milagros: recordó que la política existe para convertir lo inevitable en gobernable. Reconocer a Palestina no “premia” a nadie; desbloquea la mesa. La verdadera discusión empieza ahora: fronteras verificables, seguridad compartida, justicia para las víctimas y una economía de paz con presupuesto y cronograma. Si 1947 imaginó dos Estados en el papel, 2025 solo tendrá sentido si empezamos a construirlos en la práctica. Lo demás—la épica, las consignas, las excusas—ya lo vimos durante setenta y ocho años. Y no funcionó.
** Las expresiones emitidas en esta columna son responsabilidad de quien las escribe y no necesariamente coinciden con la línea editorial de Infobae México, respetando la libertad de expresión de expertos.
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