Consejo de Seguridad: resoluciones que no detienen las bombas

Catorce de los quince miembros del órgano más poderoso de la ONU calificaron la situación como una “hambruna provocada por el hombre” y exigieron un alto el fuego inmediato y permanente

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TALYA ISCAN, Academica de la
TALYA ISCAN, Academica de la Escuela de Gobierno y Economía de la Universidad Panamericana y de la Facultad de Empresariales, experta en política internacional y seguridad Foto: (Cortesía)

Lo que ocurrió en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el 27 de agosto de 2025 no es un episodio más en la larga historia de resoluciones sobre Gaza; es un síntoma de la impotencia estructural de la diplomacia multilateral frente a un conflicto que devora generaciones. Catorce de los quince miembros del órgano más poderoso de la ONU calificaron la situación como una “hambruna provocada por el hombre” y exigieron un alto el fuego inmediato y permanente, la liberación de rehenes y la apertura sin restricciones a la ayuda humanitaria. El único voto en contra provino de Estados Unidos.

Las resoluciones del Consejo de Seguridad sobre Gaza se repiten con la misma cadencia de las ofensivas militares. En 2009, durante la operación Plomo Fundido, se aprobó la resolución 1860 con un llamado a un alto el fuego inmediato. En 2014, se sucedieron llamamientos similares durante la guerra de cincuenta días. Después del 7 de octubre de 2023, las discusiones se multiplicaron y chocaron una y otra vez con el veto. El Consejo se convirtió en una arena de bloqueos cruzados donde cada potencia proyecta su agenda y el texto final es un cadáver diplomático que nace ya sin capacidad de implementación. La paradoja es brutal: se escribe “alto el fuego” en Nueva York mientras los drones, las bombas y la artillería siguen cayendo en Gaza y en el sur de Israel.

¿Por qué estas resoluciones no han funcionado históricamente? En primer lugar, porque son textos sin dientes. La ONU carece de un mecanismo coercitivo real en este conflicto, y cada palabra aprobada depende de la voluntad de las partes, no de la fuerza de la ley. En segundo lugar, porque la asimetría en el terreno es evidente: Israel controla las fronteras, la logística y la agenda militar, mientras que Hamas, aún debilitado, mantiene rehenes y capacidad de lanzar cohetes. Entre ambas lógicas, la población civil queda atrapada. Y en tercer lugar, porque los intereses nacionales de las potencias pesan más que las necesidades humanitarias. Washington, Tel Aviv, El Cairo y Doha operan con cálculos internos de seguridad y de política doméstica, no con la brújula de la urgencia humanitaria.

La resolución de agosto tiene, sin embargo, un elemento novedoso. No se limita a pedir un alto el fuego, sino que nombra explícitamente el hambre como arma de guerra. Llamar a la hambruna por su nombre, atribuirle carácter político y no natural, equivale a abrir la puerta a responsabilidades internacionales. No es lo mismo hablar de “crisis humanitaria” que de “hambruna provocada por el hombre”. Una crisis puede ser consecuencia de circunstancias; una hambruna provocada es imputable a decisiones concretas de quienes bloquean pasos fronterizos y restringen la entrada de ayuda. Esa diferencia conceptual explica la dificultad de consenso en torno al texto: aceptar esa narrativa supone admitir que un actor clave puede estar incurriendo en una violación grave del derecho internacional humanitario.

Los palestinos esperan para recibir
Los palestinos esperan para recibir alimentos de una cocina de caridad después de que el monitor mundial del hambre, Clasificación Integrada de la Fase de Seguridad Alimentaria (CIF), dijera que la ciudad de Gaza y sus alrededores están sufriendo oficialmente una hambruna que probablemente se extenderá, en la ciudad de Gaza. 28 de agosto de 2025. REUTERS/Mahmoud Issa

La política internacional de estos años se define tanto por las armas como por la reputación.

Israel puede resistir militarmente, pero cada resolución que lo nombra, cada informe que lo responsabiliza, erosiona su legitimidad internacional. La imagen de una potencia que gana batallas militares y pierde batallas diplomáticas se repite con cada sesión del Consejo. Y aquí aparece la contradicción de fondo: el Consejo condena, exige y demanda, pero no puede imponer. Se trata de una impotencia estructural que no es nueva, pero que adquiere un cariz trágico cuando las consecuencias se cuentan en cadáveres de niños por desnutrición.

El papel de América Latina en este escenario no es menor. Países como Brasil, México, Guyana o Panamá han buscado posicionarse como voces que defienden el derecho internacional y la centralidad del humanitarismo frente al cálculo geopolítico. No son actores militares en el terreno, pero an ganado espacio en el Consejo con un discurso que conecta con la opinión pública global: que el hambre no puede ser arma, que el bloqueo no puede ser excusa, que el alto el fuego no puede ser negociable. Su voto favorable no cambia la correlación de fuerzas en Gaza, pero sí en la narrativa diplomática. Sirve para mostrar que no hay consenso occidental y evidenciar que la defensa incondicional de Israel ya no es una posición compartida, sino cada vez más solitaria.

La pregunta de fondo, entonces, es si esta resolución será distinta a todas las anteriores. La historia sugiere que no. La experiencia muestra que las resoluciones sobre Gaza se archivan con la misma rapidez con que se aprueban. Pero la diferencia de ahora radica en el lenguaje y en la presión acumulada. Nombrar la hambruna como un crimen provocado no es un gesto retórico: es una acusación política y jurídica.

El archivo histórico muestra que América Latina ha jugado un papel oscilante en el Consejo de Seguridad respecto al conflicto palestino-israelí. Durante la Guerra Fría, países como México, Panamá y Venezuela buscaron posicionarse como mediadores, reclamando la centralidad del derecho internacional y de la autodeterminación de los pueblos. Más recientemente, Brasil en 2010 y otra vez en 2023 intentó impulsar resoluciones que equilibraran la balanza entre la seguridad israelí y las necesidades palestinas, con resultados limitados ante la resistencia de las potencias con poder de veto. Lo que distingue el momento actual es que varios países latinoamericanos coinciden en señalar, sin ambigüedades, que la obstrucción de ayuda constituye una práctica inadmisible. Esa claridad coloca a la región en el mapa diplomático no por su poder militar, sino por su capacidad de dar voz a la narrativa humanitaria global.

El voto en contra de Estados Unidos refleja la incomodidad de aceptar que una narrativa humanitaria puede convertirse en acusación política. Washington prefiere hablar de “crisis” antes que de “hambruna provocada”, porque el lenguaje abre puertas jurídicas que podrían traducirse en responsabilidades internacionales para Israel. Sin embargo, ese rechazo tiene un costo político: la imagen de Estados Unidos como garante del orden internacional pierde credibilidad cuando se le ve aislado, frente a catorce votos alineados en una misma dirección. No es que Washington desconozca la magnitud del sufrimiento en Gaza, sino que sus prioridades estratégicas y su compromiso histórico con Israel se imponen sobre cualquier cálculo humanitario.

La viabilidad del alto el fuego planteado el 27 de agosto es limitada, como lo ha sido en todas las resoluciones previas. Nada garantiza que las partes en el terreno lo cumplan, y menos aún que se traduzca en un flujo inmediato de camiones cargados de alimentos y medicinas. Pero la diferencia radica en el simbolismo y en la acumulación de presión diplomática. El Consejo ya no solo “llama a detener las hostilidades”: acusa directamente a quienes usan el hambre como arma de guerra. Esa calificación coloca la discusión en un plano más grave y más difícil de ignorar. Incluso si el alto el fuego no se implementa de inmediato, el costo reputacional para Israel y para quienes lo respaldan crece con cada día que pasa sin que la ayuda llegue a los civiles.

ARCHIVO - Islam Qudeih sostiene
ARCHIVO - Islam Qudeih sostiene a su hija de 2 años, Shamm, sin camisa y con desnutrición severa, en el Hospital Nasser de Jan Yunis, al sur de la Franja de Gaza, el sábado 9 de agosto de 2025. Los médicos indicaron que Shamm podría tener un trastorno genético que afecta el desarrollo muscular y óseo, pero no hay forma de detectarlo en Gaza. (AP Foto/Mariam Dagga, archivo)

En el fondo, la resolución de agosto no es la solución definitiva, pero sí un punto de inflexión. Si hasta ahora las resoluciones eran ejercicios retóricos, esta introduce un lenguaje que acerca el caso a la esfera de la responsabilidad internacional, donde podrían plantearse sanciones, investigaciones e incluso procesos en cortes internacionales. Que se cumpla o no el alto el fuego es una cuestión inmediata; que quede registrado que una hambruna fue “provocada por el hombre” es un legado político que no se borra.

El Consejo de Seguridad ha sido acusado de impotencia, y con razón. Pero su impotencia no significa irrelevancia. Cada resolución aprobada configura el terreno de la legitimidad internacional, marca narrativas y condiciona el espacio de maniobra de los Estados. La de agosto de 2025, por su lenguaje y por el aislamiento de Estados Unidos, será recordada como una de esas resoluciones que no detuvieron las bombas en el momento, pero que sí delinearon el marco político y moral desde el cual se evaluará este conflicto en el futuro.

América Latina, en ese sentido, tiene una oportunidad histórica: demostrar que el sur global puede liderar con principios en un escenario saturado de intereses estratégicos. Su papel no es enviar tropas ni negociar en secreto con facciones armadas, sino elevar la voz en los foros multilaterales para que la narrativa humanitaria no se pierda entre discursos de seguridad nacional. Quizás ese sea el mayor aporte regional a un conflicto que parece interminable: recordarle al mundo que la diplomacia, aunque limitada, sigue siendo un arma contra la deshumanización.

Decenas de ciudadanos palestinos desplazados
Decenas de ciudadanos palestinos desplazados fueron captados este domingo, 24 de agosto, al esperar para llenar contenedores con agua potable, entre los escombros en el campamento de Khan Younis, en la Franja de Gaza. EFE/Haitham Imad

El alto el fuego pedido en Nueva York difícilmente detendrá la guerra mañana. Pero al menos impone un espejo incómodo en el que las potencias deben mirarse. Israel puede ganar sus batallas militares, pero está perdiendo la batalla de la legitimidad. Estados Unidos puede proteger a su aliado, pero lo hace al precio de su propia autoridad moral. Y el Consejo, con toda su debilidad, sigue siendo el lugar donde las palabras pesan lo suficiente para convertirse en historia. La columna vertebral de esa historia, con todas sus contradicciones, es la incapacidad del sistema internacional para detener una tragedia anunciada…

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