
Néctar no usa otro nombre. La llaman así dentro y fuera de la organización criminal a la que perteneció: el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Ahora, lejos del entorno que le cambió la vida, accede por primera vez a relatar su historia completa: los mecanismos de reclutamiento, el entrenamiento extremo, los sistemas de pago y las condiciones a las que se enfrentan las mujeres sicarias, utilizando el rancho Izaguirre como eje central de su testimonio.
En entrevista para el podcast “Zona de Guerra” del youtuber GAFE423, Néctar narra que ingresó al CJNG cuando apenas tenía 17 años “por dinero”. El contacto ocurrió a través de TikTok, donde encontró un anuncio que ofrecía trabajo para “las cuatro letras” en Guadalajara, con pagos semanales de 5,000 pesos, todo pagado, y promesas de beneficios por encima de cualquier empleo formal.
“Fue por medio del TikTok que te salen videos, ¿no?... Estoy viendo y me sale que para las cuatro letras Guadalajara, que todo pagado, que vas a ganar tanto...”.

El primer acercamiento fue remoto: tras un intercambio por aplicaciones de mensajería, le solicitaron documentos personales, un video con agradecimientos para un supuesto jefe y un compromiso de aceptar cualquier orden. Una vez aceptados estos requisitos, recibió un boleto de autobús a Guadalajara y la instrucción de portar solo ropa negra.
El viaje marcó el descreme inicial: de los reclutas citados, algunos huyeron al darse cuenta del verdadero trasfondo, otros fueron interceptados y castigados. Según Néctar, la autoridad y control se ejercían desde el primer momento, con la retención de teléfonos y la formación de un ambiente de intimidación constante.
Su estancia en el rancho Izaguirre
Al llegar al rancho Izaguirre, en una zona rural de Jalisco, los responsables realizaban de inmediato controles estrictos. Separaban a los recién llegados por género y los interrogaban para conocer su identidad y antecedentes.

Al ingresar, la primera experiencia era el interrogatorio y la inspección meticulosa. Se solicitaba a los aspirantes desnudarse para verificar su género, incluso si esto implicaba exponer su vulnerabilidad ante extraños. Los varones y mujeres pasaban a revisiones por separado. Las mujeres sólo eran revisadas por otras mujeres que ya llevaban tiempo en dicho sitio.
A las mujeres, especialmente a aquellas con cabello corto o apariencia andrógina, como Néctar, les exigían pruebas adicionales para confirmar que no fueran infiltradas.
La presencia de pocas mujeres generaba una presión constante sobre su comportamiento y rendimiento dentro del grupo. Según relató Néctar en el podcast, las normas eran inflexibles y sólo cabía la obediencia. Cualquier signo de duda o desacato podía significar un castigo inmediato o, incluso, poner en riesgo la propia vida.
El núcleo del rancho Izaguirre no era solo el adiestramiento en técnicas militares y manejo de armas. La vida cotidiana combinaba ejercicios de limpieza, vigilancia, cocina, aseo personal mínimo y diversas formas de violencia psicológica y física.
El adiestramiento incluía sesiones extensas de ejercicios físicos que, en muchos casos, derivaban en castigos colectivos. Si un miembro cometía un error o desobedecía, todos pagaban: desde rutinas forzadas de resistencia como posiciones de mortero, lagartijas o “aguilitas”, hasta privación deliberada de baño y alimentación.
Las mujeres, además de demostrar su capacidad física, debían lidiar con una vigilancia estricta de su conducta y tareas extras como limpiar perros, barrer o asear imágenes religiosas. La tortura física y la humillación pública formaban parte de la pedagogía cotidiana.
Los castigos por desobediencia eran inmediatos y ejemplares para que otros no incurrieran en ello: golpizas en grupo, palazos, sesiones forzadas de ejercicios.
Los instructores agrupaban a los aspirantes en “pelotones” según su desempeño, dejando en los grupos más rezagados a quienes no lograban adaptarse rápidamente.
Las mujeres enfrentaban una doble presión: debían demostrar no solo habilidades físicas y disposición para la violencia, sino también resistencia frente al estigma y los comentarios despectivos de compañeros varones y mandos intermedios. Pese a la segregación inicial, el trato diferenciado hacia las mujeres existía sobre todo para evitar escándalos internos por abuso físico, pero fuera de ello no había mayores concesiones de trato.
Néctar recuerda una de las primeras lecciones dentro del campo: “Esto no era mentira. Esto sí es la realidad de que aquí no les importa si eres mujer o hombre”, dijo.
La violencia como norma

Gran parte del testimonio de Néctar se centra en la violencia cotidiana. Narra episodios de ejecuciones como represalia ante errores o supuestas traiciones, e incluso describe rituales de bienvenida que incluían castigos físicos extremos para los ingresados que venían de antecedentes militares o policiales.
Entre los rituales de ingreso, destaca la “doble 08”, donde un aspirante debía soportar golpes de una fila de hombres mientras caminaba entre ellos; al final, el comandante asestaba un golpe en la cabeza con el arma. Quien lloraba, era etiquetado como inútil.
Las mujeres, incluso las recién llegadas, debían encargarse de limpiar después de las ejecuciones y los descuartizamientos. También presenciaban cómo perros de gran tamaño eran utilizados para atacar y devorar a quienes eran castigados por los líderes del grupo.
Desmembrar cadáveres era una de las actividades que formaban parte del entrenamiento en el rancho Izaguirre, y tanto hombres como mujeres debían participar. Según el testimonio de Néctar, en varias ocasiones fue obligada a tomar parte en la mutilación y el manejo de restos humanos, los cuales luego debían arrojar a fosas o quemar en crematorios improvisados. Néctar confirma lo que otras versiones han dicho del rancho Izaguirre: dentro del rancho existía un cuarto conocido como la “carnicería”, reservado específicamente para estas tareas.
La alimentación muchas veces incluía carne de dudosa procedencia. En al menos dos ocasiones, integrantes del grupo fueron obligados a probar carne humana como parte de una dinámica de obediencia y humillación.
Dentro del rancho, la tensión no solo provenía de los mandos, sino también de los propios integrantes. Néctar relata que, cuando el comandante no estaba presente, algunos compañeros varones aprovechaban para acosar a las mujeres. Al reportar estos hechos a los superiores, los responsables eran castigados, en un esfuerzo por mantener cierto control.
También se sancionaba con muerte cualquier relación sentimental o sexual. Quienes rompían esa regla pagaban con la vida. “Aquí todos somos una familia. Aquí la familia se respeta.”
Las condiciones de alimentación formaban parte de la estrategia de control. Los platillos habituales incluían sardinas, arroz y agua de sabor, pero en ocasiones los integrantes eran forzados a consumir carne de origen incierto.
Dinámica de pagos y economía interna

En las entrañas del rancho Izaguirre, la economía interna era estricta y hostil. Algunos productos —galletas, jugos, cigarrillos— alcanzaban precios desorbitados y solo podían obtenerse con dinero acumulado en el sitio.
Los internos debían pagar montos inflados por productos sencillos y, en ocasiones, por servicios como cortes de cabello, actividad que hacía a Néctar y que le permitía reunir cantidades importantes gracias a la propina de los mandos y la falta de cambio, pues comenta que todos siempre llevaban puros billetes de 500 pesos.
El salario prometido se entregaba en efectivo, cada lunes, bajo estricta vigilancia y con presencia de testigos. Cualquier sanción por faltas era descontada de inmediato, y quienes intentaban hurtar dinero a figuras religiosas en el rancho también enfrentaban castigos colectivos. Además, los ahorros personales se ocultaban de diversas formas, como dentro del uniforme o amarrados al cuerpo, para evitar que fueran decomisados en revisiones.
Consumo de drogas y pruebas forzadas
Durante el adiestramiento y en los traslados a casas de seguridad, Néctar vivió un aislamiento absoluto. Los internos pasaban semanas y meses sin ver el exterior, limitada incluso su vista al patio de tendido. El contacto con el mundo exterior estaba estrictamente prohibido y la comunicación con familiares era nula. La familia de Néctar llegó a reportarla como desaparecida.
Parte del control y la pertenencia también se marcaba con el consumo de drogas. El uso de cristal, cocaína y otras sustancias era común; reclutas, incluidos los jefes, se drogaban como parte de la rutina.
Los recién llegados podían ser forzados a consumir como “prueba”. Néctar relató aceptar una pequeña dosis por presión grupal, sufriendo insomnio severo y pérdida de apetito durante días, además del estigma psicológico por la experiencia.
En cuanto a la rutina diaria, ésta incluía ejercicios de combate, entrenamiento en manejo de armas largas y cortas, tácticas de emboscada, simulaciones de ataque y resistencia física. Se privilegiaba el aprendizaje expedito; quien no memorizaba procedimientos a la primera era reasignado a tareas domésticas, aseo de perros o cocina, hasta que demostrara capacidad.
Tras meses de adiestramiento, una vez considerados “aptos”, algunos elementos eran enviados a casas de seguridad, donde se mantenía la vigilancia y la rutina de encierro. Incluso durante los días libres —poco frecuentes y breves—, el seguimiento se mantenía a través de intermediarios.
Estigma, estrés y secuelas posteriores

Néctar cuenta en el podcast que pudo salir de la organización cuando se quedó el suficiente tiempo y finalmente obtuvo vacaciones. Al tomar sus días huyó y cortó todo contacto con la organización, tiró su número de celular y hasta dejó pertenencias en el sitio para evitar que sospecharan que ya no iba a regresar.
Incluso tiempo después, Néctar experimentó secuelas físicas y emocionales por el prolongado encierro y el entorno violento: insomnio, sobresaltos nocturnos, sueños recurrentes con armas y violencia, episodios de llanto por la muerte de compañeros, y ansiedad persistente. “Me levanto con susto, como que brincando y agarrando como si estuviera agarrando un arma, así me levanto”
Hoy, fuera del CJNG, Néctar permanece aislada del mundo. No sale sola a la calle y evita revelar su identidad ante desconocidos. La vigilancia y el estigma persisten; la experiencia pesa sobre su familia, que durante mucho tiempo la dio por muerta y no conoce a fondo lo vivido dentro de la organización, pues no se atreve a contarles su infierno.
“(Es) El dinero más difícil de ganar porque no cuesta sudor, cuesta sangre y en ocasiones hasta termina siendo la tuya”,
Antes de cerrar su testimonio, la exsicaria advierte:“Yo creo que aunque tengas esa desesperación de querer y tener dinero luego, luego a la primera, que no lo hagan, que no busquen soluciones fáciles.” Insiste en que nada compensa la pérdida de la dignidad, la tranquilidad familiar ni la salud mental.
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