
Agosto no es un mes cualquiera. Es el último mes del Poder Judicial Federal tal como lo conocimos. Y aunque en los discursos oficiales se hable de renovación, de democracia directa y de acceso popular a la justicia, en los pasillos judiciales, en las salas vacías, en los escritorios a medio empacar, lo que se respira es tristeza, incertidumbre y una honda sensación de pérdida.
Se va un modelo de justicia que, con todos sus pendientes y áreas de mejora, fue construido durante décadas con base en la carrera judicial, el mérito, la preparación técnica y la independencia. Y con su desmantelamiento, no sólo se va una estructura: se van cientos de jueces, magistradas y defensores de la legalidad que entregaron su vida a la causa de impartir justicia, personas cuya única falta fue ser incómodas e incómodos al resto de los poderes; no participar en una lógica de lealtades que nada tiene que ver con los principios constitucionales del estado de derecho, de la administración de justicia y del equilibrio del poder.
El dolor es profundo. Porque no es sólo el cierre de ciclos individuales, es la fractura de trayectorias profesionales forjadas con años de estudio, esfuerzo, escrutinio público y vocación. Es la despedida forzada de quienes, con toga y criterio, resistieron presiones, defendieron derechos humanos, combatieron la corrupción y ofrecieron certeza jurídica en tiempos convulsos. Y es, por sobre todo, la implementación total de una reforma que ataca frontalmente al estado de derecho, que destruye la República y acaba con la democracia.
Duele ver irse a compañeras brillantes, que lucharon por una justicia más igualitaria y completa. A compañeros íntegros que defendieron la Constitución aun cuando hacerlo implicaba riesgos personales. A juzgadoras y juzgadores que pusieron límites al poder y que, por ello, hoy son apartados sin más explicación que un “cambio de régimen”.

Duele más aún, porque este éxodo no se da por la vía del relevo natural, ni de la jubilación voluntaria, ni por causas justificadas. Se da por una imposición. Por una reforma que, lejos de fortalecer al Poder Judicial, lo debilita al vaciarlo de experiencia, destruir sus principios rectores y abrirlo a designaciones que no garantizan imparcialidad ni competencia.
Agosto será un mes de silencios pesados y abrazos prolongados. De oficinas que se vacían, de maletas con libros jurídicos, de despedidas sin ceremonia, de carreras rotas sin reconocimiento. Pero también será, sin duda, un mes de memoria. Porque quienes se van no lo hacen en la sombra, ni con vergüenza. Se van con la frente en alto, con la dignidad intacta y con la conciencia de haber defendido, hasta el último día, la independencia judicial.

El Poder Judicial que conocimos fue imperfecto, sí, pero profundamente humano. Hoy, lo que comienza a construirse está aún por probar su legitimidad y eficacia. Mientras tanto, quienes creemos en la justicia como valor democrático, no dejaremos de alzar la voz por quienes ya no estarán, por los que hoy se quedan resistiendo y por los que vendrán. Porque la justicia no se sortea, ni se improvisa: se honra, se defiende y se construye con integridad.
Que este agosto nos duela, sí, pero que también nos despierte. Porque la democracia se defiende cada día, incluso cuando parece perderse.
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