
El Mercado de Tlatelolco fue uno de los primeros ejemplos de comercio ambulante en la región, donde se ofrecían desde animales hasta hierbas medicinales.
Este modelo de venta se expandió y, con el tiempo, el Gobierno de México promovió la creación de espacios similares en distintos puntos de la CDMX, facilitando el acceso a productos para habitantes de bajos recursos. Con el paso de los años, los tianguis dejaron de ser exclusivos para personas con ingresos limitados y se transformaron en lugares frecuentados por todo tipo de usuarios. Actualmente, el tianguis más grande de la CDMX y de Latinoamérica es el Tianguis de San Felipe de Jesús, ubicado al norte de la ciudad.
Sin embargo, el tianguis más antiguo de la CDMX es el de la Lagunilla. Su origen se remonta a la época precolombina, cuando, según la historiadora Beatriz Fernández, era una de las zonas preferidas por los indígenas para “chacharear”. Desde entonces, se podían adquirir cientos de artículos, como antigüedades, pieles de animales, hierbas medicinales, plumas de aves y piezas de oro y cobre.

Muchos de estos productos llegaban desde Tlatelolco, ya que la zona de la Lagunilla, formada por lagos, funcionaba como un punto estratégico de conexión. Los potchecas, comerciantes viajeros, traían mercancías exclusivas desde regiones tan lejanas como Honduras o el Caribe, que luego vendían o intercambiaban por objetos de mayor valor.
En esa época, la extensión del tianguis era limitada debido a que las localidades cercanas estaban rodeadas de cuerpos de agua y el lodo dificultaba el acceso. El abandono de la zona por parte de las autoridades provocó que las reubicaciones de los locales no se formalizaran hasta 1904, cuando comenzó la construcción de un nuevo espacio para mejorar el aspecto de la capital.
Esta iniciativa formó parte de los proyectos de modernización impulsados por Porfirio Díaz. El 14 de septiembre de 1905, se inauguró el mercado de la Lagunilla, obra de Ernesto Canseco.
El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) señaló que uno de los objetivos principales era dotar a los habitantes de la colonia de una central de abasto.El área que hoy ocupa la Lagunilla era originalmente una pequeña laguna que servía como embarcadero.

Por allí llegaban canoas cargadas de productos destinados al mercado de Tlatelolco, principalmente semillas, verduras, flores y animales capturados por cazadores y recolectores. También se transportaban materiales para el hogar, como maderas finas, telas, pieles, ropa, cestería, aves cantoras y mascotas.
En la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo relata que era común ver a esclavos, conocidos como tlacotin, llegar atados a varas largas para evitar su fuga. Estos esclavos podían intercambiarse por cacao, telas, animales o alimentos.
Al sur del lago, en la ribera, se encontraba el barrio de Colhuacatonco, conocido por ser el último bastión de resistencia ante los españoles. La zona pantanosa y llena de lodazales dificultó el avance de los conquistadores con su armamento pesado.
Tras la conquista y la desecación del Lago de Texcoco, el barrio recibió el nombre de Lagunilla y recuperó rápidamente su carácter comercial. A mediados del siglo XVI, el crecimiento de la Nueva España llevó a la fundación de un mercado frente a la parroquia de Santa Catarina, conocido como Plaza Santa Catarina. Esta explanada, sin más sombra que la de los árboles o los petates usados como lonas, ofrecía una variedad de productos tan amplia como la del antiguo mercado de Tlatelolco.
La plaza aún existe, rodeada de locales con tradición que se remonta a la época colonial. En la esquina de República de Chile y Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín, un bordador de apellido Amaya estableció en 1590 la venta, confección y reparación de vestidos, tradición que dio nombre a la calle durante muchos años.
Hoy, la Lagunilla sigue siendo un barrio mercantil que cobra vida desde temprano. Vendedores instalan sus puestos mientras esperan su desayuno, otros transportan bloques de hielo y los diableros mueven ropa, cajas o peluches entre la multitud. Todos estos personajes mantienen viva una tradición comercial que antecede a la existencia misma de la ciudad.
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