En conferencia de prensa la Secretaría de Seguridad Pública presentó a José Alberto Loera Rodríguez, alias “El Voltaje”, presunto integrante de “Los Zetas”, vinculado con el atentado al casino Royale, en Monterrey, Nuevo León.
Frente a las cámaras posó un hombre de 28 años, quien la tarde del 4 de octubre de 2011 lució un pantalón de mezclilla, playera azul con las letras “XCL”, cabello teñido con tonalidades amarillentas, cejas rectas, ojos pequeños, nariz ancha y una barba de apenas unos días que ensombrecía la mandíbula.
De acuerdo con el boletín de prensa del entonces jefe de la División de Seguridad Regional de la Policía Federal, Luis Cárdenas Palomino, “Loera Rodríguez se encuentra entre los cuatro presuntos líderes de los Zetas responsables de coordinar la logística de personas armadas en la zona centro de Monterrey, Nuevo León”, informó el titular revelando la verdadera identidad de quien fuera un luchador reconocido.

La historia de Voltaje Negro, un luchador forjado entre la pasión y la necesidad
Desde temprana edad, José Alberto supo que su destino estaba en los cuadriláteros. Fascinado por los héroes del pancracio que admiraba junto a su padre —quien, aunque no combatió profesionalmente, entrenaba con el nombre de El Diablo—, comenzó a prepararse físicamente para algún día ocupar su lugar sobre el ring.
A pesar de la resistencia inicial de su familia, preocupada por los peligros y la precariedad del oficio, su tenacidad terminó por ganarse el respaldo de los suyos. Sus tres hijos se convirtieron en su principal motor, así como los niños huérfanos del DIF de Nuevo León a quienes apadrinaba y llevaba a funciones como parte de un compromiso personal con la niñez vulnerable.
En un país donde la lucha libre difícilmente garantiza el sustento, especialmente fuera de la capital, José Alberto alternó su vocación con otros oficios, fue soldador, plomero y trabajador de mantenimiento, y también estudió una carrera en administración de empresas. Su vida profesional y personal estuvieron marcadas por una dualidad constante entre la necesidad económica y el amor por el espectáculo luchístico.
De acuerdo con una crónica del periodista David Legrand, fue bajo el nombre de Power Ranger que debutó entre 1998 y el 2000 en la Arena Solidaridad, haciendo también apariciones en la Arena Coliseo hasta que fue rapado por Black Dragon, lo que marcó simbólicamente el cierre de una primera etapa.
En 2005 renació como el temible Voltaje Negro, personaje con el que consolidaría su presencia en la escena independiente del norte del país. Su segundo debut ocurrió en la Arena Jaguar, un modesto recinto en una colonia popular de Monterrey, donde se forjó como luchador de barrio.
Discípulo del veterano Karonte, Voltaje incursionó en la lucha extrema, un subgénero que ganó notoriedad por su violencia y espectacularidad. Allí se ganó el respeto del público con su atuendo negro decorado con rayos y una máscara inspirada en el equipo de protección industrial. Sus combates eran verdaderos actos de resistencia física, donde las sillas, las tablas y las luces de neón estallaban en un ritual sangriento que contrastaba con la lucha libre clásica que él mismo prefería.
Uno de los momentos más simbólicos de su carrera ocurrió en agosto de 2008, cuando el ring que él mismo había armado colapsó justo antes de una función importante en Monterrey. El incidente pospuso el evento, pero no detuvo su ímpetu: semanas después, ganaría el trofeo de honor frente a siete adversarios.
Ese episodio reveló no sólo su versatilidad como luchador y trabajador, sino también las difíciles condiciones en las que se desempeñaban muchos gladiadores locales en plena época de violencia e incertidumbre en el norte del país.
Voltaje Negro fue campeón extremo GNX y formó una recordada dupla con Cavernícola, con quien dejó testimonio de sus batallas en videos que aún circulan por internet. Su historia resume la realidad de cientos de luchadores que combinan la pasión con el trabajo duro, que enfrentan la vida con la misma intensidad con la que suben al ring.

El caso Casino Royale: una herida abierta en Monterrey y el rastro judicial de un ex luchador
El 25 de agosto de 2011, alrededor de las 16:00 horas, un comando de al menos diez hombres armados irrumpió en el Casino Royale, ubicado en la avenida San Jerónimo 205 de Monterrey, Nuevo León. A bordo de cuatro vehículos, los agresores ingresaron al inmueble, arrojaron gasolina en el interior y le prendieron fuego, provocando una de las tragedias más graves en la historia reciente de México.
Imágenes de las cámaras de seguridad revelaron que los atacantes descendieron de camionetas grises, negras y blancas con franjas. Mientras parte del grupo bloqueaba el tránsito en la esquina de San Jerónimo y Gonzalitos, otros entraban al local gritando consignas para obligar a los presentes a evacuar.
Según el expediente CNDH/1/2011/7340/Q, emitido por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 52 personas murieron y al menos once más resultaron gravemente heridas. Aunque algunos lograron escapar por las puertas laterales o improvisando cuerdas para salir, el siniestro dejó una profunda marca en la ciudad. Los reportes de la prensa de ese entonces informaron que el ataque fue una represalia por el incumplimiento en el pago de una cuota de extorsión de 130 mil pesos semanales exigida por el grupo criminal Los Zetas.
Entre los implicados, la Procuraduría General de la República (PGR) señaló a José Alberto Loera Rodríguez no aparece en las grabaciones porque su papel fue brindar seguridad perimetral durante el ataque. Se le vinculó también con antecedentes en cuerpos policiales: fue agente estatal en Nuevo León, pero fue cesado y encarcelado en 2010 por participar en un narcobloqueo.
Luego de su liberación, Loera intentó regresar al cuadrilátero, pero pronto desapareció de los escenarios. Reapareció en septiembre de 2011 como uno de los principales señalados por el atentado.
Junto a él, fueron detenidos también Miguel Ángel Barraza Escamilla, ex policía estatal, y Roberto Carlos López Castro, alias El Toruño, ex uniformado de Saltillo. Los tres fueron procesados en 2019 por su presunta participación en la organización del atentado.
La audiencia se realizó por videoconferencia desde el penal federal de Guanajuato, donde permanecen recluidos. Ninguno de los acusados rindió declaración, amparándose en el artículo 20 constitucional. El Ministerio Público y las defensas disponen de un plazo de 15 días para presentar pruebas, tras lo cual se iniciará la etapa de desahogo y posterior sentencia.
En 2018, familiares de las víctimas y sobrevivientes expresaron su indignación ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por la lentitud en las investigaciones y la falta de justicia. En reuniones con autoridades de los tres niveles de gobierno, exigieron atención médica, psicológica y tanatológica, además de las compensaciones legales correspondientes.
Hasta la fecha, se han dictado al menos ocho sentencias por el caso, con condenas que oscilan entre los 75 y 100 años de prisión. Sin embargo, muchas de ellas siguen siendo objeto de apelaciones, y para los deudos de las víctimas, la impunidad sigue siendo una constante.
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