
Las estatuas instaladas en los espacios públicos de México actúan como recordatorios físicos de figuras y episodios que han marcado la historia nacional. Más allá de su dimensión artística, estas esculturas de cuerpo completo cumplen funciones simbólicas y pedagógicas: ayudan a construir la identidad colectiva, funcionan como referencias visuales del pasado o manifiestan el reconocimiento oficial a personajes que las autoridades o la sociedad consideran dignos de memoria.
En muchas ocasiones, detrás de cada monumento existe una decisión política o social que permite entender qué valores y relatos desea destacar un país y no todas las personalidades relevantes en el devenir mexicano gozan de este tipo de reconocimientos.
La existencia o ausencia de estatuas está profundamente ligada a la interpretación social que se hace de cada figura, a las controversias que su trayectoria pueda despertar y al consenso –o la falta de él– que su nombre genera en la narrativa histórica gubernamental. Algunos de los protagonistas más influyentes y complejos de México permanecen curiosamente fuera del bronce en plazas y avenidas.

María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba, conocida como “La Güera Rodríguez” tuvo una influencia notable durante la Independencia, pero hasta hoy no se erige ninguna estatua relevante en su honor en las plazas del país. Su figura sigue vinculada a la literatura y las investigaciones históricas.
Miguel Miramón fue presidente conservador, protagonista en la Guerra de Reforma y ligado al Segundo Imperio Mexicano, permanece excluido del espacio escultórico nacional debido a su militancia. No existen esculturas ni monumentos en plazas o recintos emblemáticos dedicados a su memoria, y su recuerdo se limita a los análisis académicos.
Aunque el paso de Maximiliano de Habsburgo por México como emperador fue determinante en la historia nacional, la controversia que rodea su gobierno impuesto durante la intervención francesa pesa más que cualquier afán de homenaje público. No cuneta con ninguna estatua en le país, solamente algunas en el extranjero.

Ignacio Comonfort, presidente durante un momento de transición política y al inicio de la Guerra de Reforma, perdió el favor de casi todos los sectores tras su autogolpe y la anulación de la Constitución de 1857. Las consecuencias de sus decisiones políticas han relegado su legado sin que se le dedique ninguna estatua en lugares de alto tráfico o reconocimiento. Solamente cuenta con un monumento, una columna, en el lugar donde fue asesinado.
La historia de Tomás Mejía sigue marcada por su participación en el segundo imperio y su ejecución junto a Maximiliano de Habsburgo. El rechazo a su figura, alineada con las posturas conservadoras, le ha impedido encontrar un lugar en la escultura pública. Su nombre aparece en los archivos y narraciones, pero no en estatuas.
Lucas Alamán, a pesar de su papel clave como político y pensador del México independiente, tampoco cuenta con un reconocimiento escultórico relevante. Su impulso al desarrollo económico no bastó para superar la percepción dominante de su oposición al liberalismo y al federalismo, factores que han limitado cualquier homenaje visible en las calles del país.

La trayectoria de Antonio López de Santa Anna fue tan extensa como polémica. Múltiples presidencias, cambios de bando y derrotas militares han empañado cualquier intento de rendirle tributo mediante estatuas. Su legado, más asociado a la controversia que al consenso, lo mantiene ausente de plazas y avenidas principales.
Finalmente, Victoriano Huerta, presidente tras el derrocamiento de Francisco I. Madero y señalado por la represión y el asesinato del exmandatario, permanece como uno de los ejemplos más notorios de exclusión del homenaje en estatuas. Sus acciones violentas y dictatoriales durante la Revolución, rechazadas por amplios sectores sociales y políticos, han bloqueado cualquier iniciativa de escultura conmemorativa.
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