
Este 28 de junio se cumplen 30 años de uno de los episodios más dolorosos de la historia reciente de México: la masacre de Aguas Blancas, ocurrida en 1995 en el municipio de Coyuca de Benítez, Guerrero.
Los hechos
En aquel trágico día, elementos de la Policía Motorizada estatal emboscaron y asesinaron a 17 campesinos de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), cuando se dirigían a una manifestación para exigir apoyos agrícolas y la presentación con vida de uno de sus compañeros desaparecidos.
Tres décadas después, el caso sigue siendo símbolo de la represión estatal y de la impunidad durante el gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León. Aunque en su momento provocó la caída del entonces gobernador Rubén Figueroa Alcocer y originó investigaciones por parte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), ninguna figura de alto nivel ha sido juzgada por el crimen. Las familias de las víctimas aún esperan justicia y reparación del daño, mientras el caso permanece impune en los archivos de la historia nacional.
La masacre de Aguas Blancas no solo evidenció la brutalidad policial, sino también la indiferencia histórica del Estado mexicano ante las demandas sociales más elementales. Los masacrados no portaban armas, sino peticiones: fertilizantes, apoyo al campo y justicia por la desaparición de uno de sus compañeros.

Su crimen fue alzar la voz en un país donde la protesta rural era sistemáticamente criminalizada. A 30 años del ataque, la falta de castigo a los responsables políticos revela un patrón de impunidad que se repite con nuevas víctimas y nuevos silencios oficiales.
La reacción institucional tras la masacre —una renuncia obligada y promesas vacías— fue insuficiente para responder al profundo dolor que dejó el operativo. En lugar de abrir una ruta de reconciliación con los pueblos agraviados, las autoridades apostaron por el olvido, relegándolo a un archivo polvoriento. Sin justicia ni verdad completa.
El asunto no solo evidenció la brutalidad policial, sino también la indiferencia histórica del Estado mexicano ante las demandas sociales más elementales. Los campesinos asesinados no portaban armas, sino peticiones: fertilizantes, apoyo al campo y justicia por la desaparición de uno de sus compañeros. Su crimen fue alzar la voz en un país donde la protesta rural ha sido sistemáticamente criminalizada.

Banalización de la historia
Con el paso del tiempo, los objetos relacionados con la masacre —fotografías, recortes de prensa, grabaciones originales, prendas ensangrentadas e incluso libros firmados por sobrevivientes— son comercializados en mercados de coleccionismo político. Algunos de estos han alcanzado cifras sorprendentes, hasta 200 mil pesos por una copia del video original grabado por la policía, que evidenció el montaje y la ejecución extrajudicial de los campesinos.
Este fenómeno ha generado polémica entre defensores de derechos humanos y especialistas en memoria histórica, una banalización del dolor y una afrenta a las víctimas.
A 30 años del ataque, la falta de castigo a los responsables políticos revela un patrón de impunidad que se repite con nuevas víctimas y nuevos silencios oficiales, un antes y un después en la lucha social y en la relación entre el Estado y los movimientos campesinos.
Expresión armada
El Ejército Popular Revolucionario (EPR) desempeñó un papel clave en la historia posterior a la masacre, al constituirse como una expresión armada de la indignación y el hartazgo social frente a la represión estatal. Surgido públicamente el 28 de junio de 1996, exactamente un año después de lo acontecido en Guerrero.
El grupo se presentó como una organización insurgente con base ideológica marxista-leninista, señalando directamente a la masacre como uno de los detonantes de su formación. Para el EPR, el crimen cometido contra los campesinos no fue un hecho aislado, sino una muestra del carácter represivo del Estado mexicano, lo que justificaba —desde su perspectiva— la vía armada como respuesta legítima.
La aparición del EPR reavivó el debate nacional sobre la exclusión social y la represión a los movimientos populares. Aunque sus acciones armadas fueron ampliamente condenadas por el gobierno y diversos sectores de la sociedad, el grupo logró visibilizar que detrás de Aguas Blancas existía una deuda pendiente con los pueblos marginados de México.

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