
Se ha investigado mucho sobre cómo lograr que los robots sientan dolor. Y quizá muchos se pregunten para qué podría servir eso, pues en general buscamos evitarlo. Tenemos sufrimiento suficiente, no sólo de nuestras propias dolencias, sino también de las personas cercanas. Nos conmueven además los perritos enfermos, e incluso los árboles atormentados por las hormigas hacen que nos entristezcamos. Ya hay suficiente dolor en este universo para añadirle además máquinas que se quejen.
A pesar de ello, el dolor se considera un aspecto muy relevante en el desarrollo de la robótica. El dolor, en primer lugar, ayudaría a que los robots sean capaces de entender mejor a los seres humanos y así colaborar mejor con ellos. Un robot de este tipo no le entregaría un plato caliente a un ser humano, sin antes advertirle. Un robot que distingue aquello que es doloroso puede ayudar en múltiples tareas, por ejemplo, a saber si una silla es cómoda o si la espalda duele después de 15 minutos de estar sentado en ella.

Sin embargo, para lo anterior no es necesario sentir el dolor, sino sólo ser capaz de captarlo. Si un plato está muy caliente, no es necesario sufrir por ello, basta con un termómetro que nos dé la información y, si pasa de los 50 grados, no agarrarlo. Pero esto no es lo que se quiere lograr en la robótica, no se trata sólo de poner sensores y utilizar esos datos para tomar decisiones, sino de que realmente haya una experiencia del dolor que provoque cambios conductuales y mentales. Un ejemplo es cuando nos pica un alacrán en la mano. En ese momento no decimos: primero acabaré lo que estaba haciendo y luego veré qué hacer, sino que modificamos nuestras prioridades y hacemos cosas que no teníamos planeadas hacer.
Mucho se ha hablado de la limitación que tienen los robots para desempeñarse, pues tienen un objetivo predeterminado por un ser humano. Para entender mejor por qué esto no funciona, imaginemos que contratamos a alguien en una oficina y sólo hace estrictamente lo que le indicamos. Diríamos entonces, al paso de un mes, que el nuevo empleado no es propositivo, que no colabora, que le falta creatividad, en una sola palabra, que no es autónomo.

Al robot no le comentaríamos nada, pues no tiene sentido, no le duelen las evaluaciones sobre su desempeño, sus errores son más bien resultado de nuestra programación.
El dolor entonces puede ser una forma muy natural de quitarle lo robotizado a los androides, al igual que nos alejamos de aquello que nos lastima, así el robot en el trabajo modificaría sus objetivos con tal de que su autoimagen no se vea afectada (nos duele tenernos en un concepto negativo). También, si ve que sus colegas en la oficina no lo incluyen, sentiría ese dolor agudo que da el rechazo y buscaría formas creativas de ganar su confianza y cariño, quizá un día elogiando las fortalezas de los demás y otro día llevando donas de canela para compartir, actividades que no estaban programadas.

Pero, para que los robots sientan, lo principal es saber si es posible replicar la experiencia del dolor en un mecanismo, si es una creación virtual de las neuronas a partir de información de los sentidos o si es algo más. Para responder a esta pregunta, se requiere de las neurociencias, la medicina, la filosofía, la psicología, y a todas estas disciplinas ha recurrido Minoru Asada en su búsqueda del dolor robótico, pues está seguro de que esta es una puerta que llevará no sólo a facilitar la colaboración entre robots y humanos, sino que también ayudará a responder el problema de la conciencia (el Santo Grial de las neurociencias).
Asada, experto en robótica, se muestra muy animado en su conferencia “Replantear la autonomía en humanos y en robots” que está en Youtube. Ahí explica de manera simplificada todo el camino que él ha seguido para replicar la anatomía y la fisiología del dolor en el ‘sistema nervioso’ de los androides, desde lo más básico que son las señales que van de los sentidos al cerebro (el dolor no está en el brazo, sino en la representación del brazo que se encuentra en la mente), hasta lo más complejo, que son las propiedades emergentes, aquellas que no se explican por la simple suma de las neuronas, sino que son algo más, como la empatía (a través de sistemas de neuronas espejo) o la percepción consciente del dolor.

El avance es asombroso, pero aún faltan grandes retos por conseguir, quizá alguna tarde, dentro de 10 años, veamos por la calle un robot que llora y nos sentiremos tristes por él.
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